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Autoficción

Rescoldo

La lumbre está encendida. El ojo del corazón lo mira en calma. El fuego es muerte y vida al mismo tiempo y así se antoja al ojo relajado del abandono.  El tiempo queda siempre atrás aunque la vida avance hacia delante. El tronco grueso y retorcido terminará en cenizas; igual que la hojarasca que lo alimenta. El fuego siempre tiene hambre de hojas, igual que el tiempo codicia nuevos días y el corazón ansia sentimientos.

En la ventana la tarde, y en la memoria los recuerdos. Es invierno sin serlo. La templanza de un clima en deterioro añade magia a la tarde.  Los cuarterones apenas muestran el cielo gris, plomizo, y unas ramas que hace tiempo dejaron caer las últimas hojas. Un mundo inmóvil. Igual que un corazón ajeno a los eventos.

Solo avanza la luz en retirada cediendo el espacio a la noche en los seis cuadros vidriados que antes fueron ventana. Y en medio de las sombras el fuego tintinea a ratos como fuerza y a ratos como lamento. El ojo que lo observa no lo piensa; deja las llamas brillar en la retina como una parte más de un invierno sin alma. Ningún parpadeo sorprendido por las bolluscas anárquicas en se elevan en el curso del humo. Ninguna perversa pavesa que sobresalga al resto. Ningún recuerdo que destaque.

De repente un impulso. La lumbre ha perdido vigor sin apagarse. El ojo que la observa casi inmóvil desde su inicio, genera una reacción, y una mano, arrebata a la banca una pila de sobres. Caen sin estruendo sobre las brasas rojas que se apagan y arrancan, en un quejido apasionado, una nueva fogata. La habitación completa es noche. Una lágrima rueda por la mejilla inerte y en ella se refleja una llama que no dura; que ni quema ni duele.

Buenas noticias.

El café humea. Tiene sabor a hogar  aunque lo toma en un local de paso. Es un café diario entre desconocidos que empiezan a dejar de serlo.

Ana maneja la máquina mejor que nadie. Si es ella quien prepara el primer café de la mañana el desayuno sabe mejor; la cafeína anima más. El día que lo hace su marido, por muy jefe que sea, el líquido tostado es poco más que eso.

Ella  es fiel en sus horarios, y quizá por eso sus anfitriones se han ido haciendo fieles en su cuidado. Les basta verla entrar para preparar su café. Leche, la justa para ser algo más que un cortado y algo menos que un tazón. Ningún sobre de azúcar en el plato. Hace tiempo que dejaron de ponerlo y no hizo falta más explicación. A cambio empezó a aparecer un trocito de chocolate. A veces ni siquiera está envuelto. A veces es incluso un pellizco de apariencia infantil  de una de las tabletas que Ana usa en cocina.  Unos minutos más tarde la tostada. Pan del de toda la vida, dorado al fuego pero sin pasar. Aceite, tomate y sal. En ese orden. Al lado, enseguida (si es que no estaban ya allí desde su entrada), los periódicos apilados uno sobre otro en cualquier orden.

Y de nuevo hoy los periódicos quedan intactos.

Sus ojos no van más  allá de la portada que el azar dejó a la vista.  Ana mira de soslayo, sorprendida por el cambio operado en la secuencia de actos de esa mujer menuda, familiar aunque desconocida, que no ha dejado de tomar el desayuno en su pequeño café desde que empezara a ir por la sede de un partido político enfrente de su bar.  Puede que sea empleada. Nada sabe de ella.

Termina el desayuno. Como siempre en estos pocos años, reserva un sorbo de café para el final y después, cuando la taza está vacía del todo, introduce métodicamente los restos de servilleta en la taza vacía y se levanta. Si hubiera mirado alguno de los periódicos, ahora lo estaría cerrando y ordenando el montón, antes de dejar sobre la barra las monedas justas para pagar su desayuno. Después se  despediría amablemente y cruzaría la calle.

Pero hoy tampoco lo hace.

Deja sus monedas y mira a Ana quien, antes de escuchar “hasta mañana” y responder “adiós” como es ya costumbre entre dos desconocidas, le sonríe y clava su mirada durante dos largos segundos en sus ojos. Y en ese tiempo, que es el justo, solo le dice, “hoy tampoco la prensa cuenta buenas noticias”.

III. Dije hola y adiós.

“… tanto la quería, que tardé en aprender a olvidarla diecinueve días y quinientas noches.”

Joaquín Sabina

 

Era un día claro de invierno. Luminoso. De esos que, vistos por la ventana, parecen falsos decorados de primavera. La temperatura, en pleno medio día estaba más lejos que cerca de los diez grados centígrados, pero el cielo  azul radiante apenas se dejaba blanquear por alguna nube.

Había pasado la hora punta y el tráfico en las inmediaciones del centro comercial, como la temperatura, se reducía al mínimo. El parking casi estaba vacío.

Juan no había hecho la compra nunca. Lo pensaba al tiempo que introducía la moneda en el carro y repasaba mentalmente lo que no se le podía olvidar. Había hecho una lista pero la había olvidado en casa. Desde que se casó sus tareas de mercado habían sido básicamente acompañar a su mujer o hacer algún recado ocasional con instrucciones claras, pero nunca una compra de principio a fin. Tampoco antes de casarse. A los de su generación la compra, la comida y las ropas, se las dieron hechas su madre o sus hermanas.

Avanza con el carro y mueve los dedos, evitando que se note, en el bolsillo. Vuelve a repasar las cuatro cosas que no puede olvidar. Recuerda el programa infantil que veía con sus hijos, no recuerda ya cuando, en el que una niña, quizá Mafalda, repetía musicalmente la lista de la compra.

Lourdes tenía que comprar algo para la cena. Desde que se quedó sola en la casa no había hecho una compra organizada y apenas quedaban en la nevera ingredientes para preparar algo. No había previsto qué comprar y esperaba inspirarse en el supermercado. No sabía muy bien si la separación le había quitado el apetito o había acabado con la disciplina culinaria que había mantenido durante tantos años. No quiere comprar mucho. Pasa indiferente por la fila de los carros y tira descuidadamente de uno de los cestos que se amontonan a la entrada.

Juan se lo toma como un paseo y va parando cada pocos pasos para  mirar los estantes que se le antojan un espectáculo de productos. No sabe qué comprar, pero todo le parece atractivo. Tras poner un paquete de mantequilla y unos huevos en el carro, decide parar en la carnicería.

- ¿Me pone unos filetes? – pregunta con aparentada espontaneidad.

- ¿Ternera? – pregunta el matarife pasando una y otra vez el afilador por el borde del enorme machete que sujeta al aire con la mano izquierda.

- Vale – responde al tiempo que descubre su ignorancia y construye apresuradamente una respuesta para disimularla – si, para hacer a la plancha para unas dos personas.

- ¿Algo más?

- Pollo. Pechuga si es posible.

- ¿Entera o en filetes?

- Mejor filetes, si no le importa.

- ¿Importarme? Como le haya indicado la parienta, que luego ya se sabe, … - responde el carnicero intentando quitar drama al rostro del cliente.

- Eso, … si, … no me acuerdo. Pero creo que son filetes lo que compra, … - dice o piensa.

- ¿Es todo? Tengo unos choricitos artesanos, que están para morirse,

- No gracias; ya está todo – y alarga el brazo para coger la bolsa que el dependiente le deja sobre la vitrina una vez que ha puesto el ticket dentro y la ha sellado.

Se aleja decidiendo si volvería a hacer así otra vez la compra o pasaría directamente por los lineales refrigerados. Iba a comprar pescado, pero decide dejarlo para otro día y se va a echar un vistazo a los pasillos de droguería.

Mientras, Lourdes ha recorrido apresuradamente todo el supermercado. Quiere coger cuatro cosas e irse corriendo y aunque sabe casi exactamente donde está cada cosa, se mueve desorientada.

Evita pararse en la carnicería para que no la salude el carnicero, que ha debido echarla de menos estas semanas. Pan de molde, huevos, leche, un poco de fiambre, … cree que será suficiente para unos días y después decidirá si se organiza o sigue abandonada. Pasa por el pasillo de los lácteos y no puede evitar coger unos yogures de sabores. Después devuelve el lote a su lugar de origen. No quiere llevarse los que compraba para él, y coge rápidamente otro paquete que nunca había probado.

Va desde allí a la sección de perfumería a coger una crema y un poco de jabón, y se va, con la cesta de plástico rodando a su lado, hacia las cajas.

No hay mucha gente pero toca esperar a que un par de carritos para familias numerosas acaben su proceso. Solo entonces se detiene y observa el supermercado, casi vacío en el espacio del medio día. Nunca había comprado a esta hora, porque estaba en casa cocinando o recogiendo la cocina. Pero no es mala hora, piensa, porque no hay mucha gente y no se encontrará con muchos conocidos.

Pronto, mientras espera, alguien se añade a la cola tras ella. Tira de su cesto para aproximarlo al mostrador y empezar a preparar su pequeña compra en la cinta. Se agacha y saca en una mano el pan de molde y en otra los yogures, y al levantarse un escalofrío le recorre la espalda.

- No es posible, serán otros zapatos casi iguales, y unos pantalones idénticos, … ¡y están tan mal planchados!

Pero cuando acaba de levantar la vista y los yogures sus miradas se cruzan.

Lourdes quiere salir corriendo y abandonar la cesta y los productos. Pero no puede, sobre todo porque ya está dentro del pasillo que queda entre las cajas y tendría que saltar por encima de alguien para hacerlo.

Esboza una sonrisa que le sale entre triste y agresiva, y dice “buenas tardes”.

- Hola. ¿Qué tal? – responde Juan intentando esconder que le tiemblan las manos.

- Bien. ¿Cómo te las arreglas?

- Ya ves. Aprendiendo a hacer compra.

- Yo limpié ayer el coche que tú siempre limpiabas. ¿No necesitas nada?

- Ya pasaré algún día a recoger el resto de la ropa y algunos de mis libros. Te llamaré primero.

- De acuerdo. Si quieres los tengo preparados – y se arrepiente sin terminar de decirlo, porque no quiere ayudarle a que se vaya del todo.

- No hace falta. No tardaré mucho.

La cajera de al lado les llama la atención. “Señores pasen por esta caja”. No estaba cuando ninguno de los dos llegó. Juan se despide y se cambia de fila.

La vida sigue en el centro comercial y ambos, sin conciencia de ello, se suman con un tarareo mental a la música de ambiente que sigue sonando. Ambos canturrean al salir del supermercado por caminos distintos; Lourdes con una lágrima que escapa detrás de las gafas oscuras y Juan apretando la mano contra sí mismo dentro del bolsillo.

 “…tanto la quería, ...”.

II. When Harry met Sally

“… cuando te das cuenta de que quieres pasar el resto de tu vida con alguien, deseas que el resto de tu vida empiece lo antes posible”  

Del film “When  Harry met Sally”

 

 

No es por San Valentín. Ha sido mi propia decisión dejar entrar a la primavera en casa desde hoy, y si es posible, ayudarla a quedarse durante el resto de mi vida. Diez minutos de conducción al vivero y cincuenta euros han hecho el resto.

Ahora miro las plantas, apretadas en cajas, y la casa vacía y no sé cual de las dos cosas me produce más tristeza. Pero debo empezar a distribuir primavera antes de recaer en la tristeza. Geranios en las ventanas de arriba; lucirán más. Petunias en el jardín de la entrada, en las jardineras que algunos inviernos tuvieron tulipanes.

Nos casamos apresuradamente porque estábamos enamorados. Me convenció con poco: un ramo de tulipanes y unas pocas palabras. Las copió de la primera película que vimos juntos y sonaron tan ciertas que yo di por sentado que el resto de mi vida había empezado allí. ¡Y que no acabaría hasta que terminara la vida misma! Debí haber sospechado que algo estaba fallando cuando dejamos de sembrar tulipanes.

¡Qué lejos aquellos inviernos en los que íbamos a convertir en hogar la nueva casa! ¡Era una casa para envejecer hasta que, algún día, la llenaran los nietos de nueva juventud!

Pero ahora se ha ido. 

Nunca creí que lo haría. Un día que amaneció como cualquier otro terminó con su ausencia a la hora de vuelta del trabajo. Una llamada de teléfono fue explicación y despedida: ”Sabes que te quiero, que no permitiré que nadie te haga daño, pero esta querencia no es ya el amor de los enamorados, y ese, quiero encontrarlo si es que existe”. No articulé respuesta, ni siquiera lágrimas. Recordé sus palabras cuando, escondiendo un ramo de tulipanes pálidos me pidió matrimonio: “Cuando te das cuenta de que quieres pasar el resto de tu vida con alguien, deseas que el resto de tu vida empiece lo antes posible. Empecemos el resto de nuestra vida ahora”. Pero no supe qué parte del resto de la vida había fallado ni de quién fue la culpa. Después hemos hablado y todavía no entiendo qué ha pasado.

Ahora ya no soy capaz de recordar otras disputas, aunque sé que existieron.

El dolor de la soledad me borró la memoria. Cuando la almohada se vuelve oscura y la cama se hace grande, siento el auricular pegado a mis oídos y entonces, cada noche, sus palabras retumban como un eco obsesivo. Desde que fueron dichas he querido enloquecer con ellas. Hasta ayer. Después de un río de lágrimas esperando un San Valentín que nunca llegaría, decidí abandonar la locura que tampoco iba a llegar. Y salí a comprar flores para la casa.

Por eso estoy aquí.

Desde esta ventana se ve un poco del jardín, el borde de la piscina y el olivo. Tenía que haber comprado algún rosal para esa zona; se ve descolorida. El poco césped que dejamos está pasando a mejor vida y no se me ocurre cómo salvarlo. Lo dejaré morir como los tulipanes.

En el fondo, se ven lindas las flores metidas en sus cajas. Por eso les hice algunas fotos que he colgado en mi "face". He escrito tan solo algunas frases que verán mis amigos. No quiero a otros extraños hurgando en mi perfil. Él las verá; aún figura en mi lista.

“No es por San Valentín. Ha sido mi propia decisión dejar entrar a la primavera en casa desde hoy, y si es posible, ayudarla a quedarse durante el resto de mi vida”.

Mejor pongo en mayúsculas las cuatro últimas palabras. Entenderá el mensaje.

I. Plutarco.

“El trabajo moderado fortifica el espíritu, y lo debilita cuando es excesivo; así como el agua moderada nutre las plantas y demasiada las ahoga” Plutarco.

Hacía mucho que no se encontraba con un calendario de bolsillo, de hecho pensaba que ya no existían, pero en el bar en el que había desayunado, le habían dado uno que ahora tenía sobre la mesa y al alcance de su fija mirada mientras esperaba decidirse a preparar algo de cena.

Plutarco.

Quizá ni siquiera fuera el autor de la frase. Recordaba, de sus años de facultad que era un sabio griego. Igual no lo recordaba, solo lo intuía.

En realidad recordaba muy poco de sus años de facultad. No le había servido para nada cursar una carrera; podía habérselo ahorrado. Nunca pensó dedicarse a la enseñanza que era lo que hacían casi todos los licenciados de su época. Al terminar y gracias a los amigos de su padre, encontró trabajo pronto y desde entonces había tenido una trayectoria admirable.

De la universidad solo la conservó a ella. Se juraron amor eterno al tiempo que se prometieron muy libres y sinceros. Se casaron. Y salvo encuentros esporádicos por la ciudad con alguno de los compañeros, nunca mantuvieron ningún contacto con nadie.

Plutarco.

La frase estaba escrita sobre una fotografía, un relajante paisaje marinero. No pegaba nada, pero si no te fijabas, ni entrabas al detalle de la sentencia, formaban una unidad impecable. Así era él. Nada en común con María. Dudaba si alguna vez habían tenido algo que ver. Sin embargo, desde que se conocieron en clase habían mantenido una imagen de unidad. Primero como amigos, después de novios, aunque no fue un noviazgo largo de los de entonces, y luego se casaron.

Quizá el exceso de trabajo había ahogado también su relación. El nunca tuvo conciencia de ello y ahora, aunque resonaban en su mente las palabras de María, le costaba creerlo. Más bien huyó al trabajo para no ahogarse.  Era de los más antiguos en la oficina, y aunque había tenido que trabajar en varias sucursales, por fin había alcanzado un puesto de responsabilidad y estabilidad.

Era una buena excusa para pasar más horas fuera de casa que dentro. Se había hecho imprescindible. Revisaba todos los informes, supervisaba las cuentas y hasta se encargaba personalmente de que el archivo estuviera siempre escrupulosamente ordenado. Se pedía su opinión siempre que había que tomar una decisión delicada y se le agradecía si el éxito acompañaba después.

María no entendía que un profesional con tan buena trayectoria y tan buen puesto, no pudiera ser tratado de manera flexible en cuanto a horarios o calendario. Achacó a este exceso de trabajo, más autoimpuesto que demandado, que no la acompañara en cosas que para ella fueron importantes. Tampoco entendía que el tiempo que compartían, además de la cama, fuera casi exclusivamente el de la comida y unas pocas tareas que realizaban juntos.

Hacía mucho que él era consciente de que no estaban hechos el uno para el otro, pero siempre pensó que dejando las cosas como estaban, todo estaría bien. No pedía grandes cosas de la vida. Ahora todo le parecía un error y a medida que manoseaba el calendario se reprochaba el haber fingido que eran uno, como la frase de Plutarco y la imagen marina.

Se reprochaba no haberlo hecho antes y, aunque le dolía enormemente, hacía ya un par de días que se había marchado. En la oficina no sabían nada, ni tenían que saber hasta que se estabilizara. Cumplía con sus horarios y sus rutinas con la misma diligencia. Él si notaba un gran alivio, como si su vida pasada se hubiera cursado con esfuerzo; el esfuerzo de no vivir sin más. Como si dependiera de las letras que miraba insistentemente mantenerse pegadas al cartón. Ya no tenía que poner más fuerza en ello.

Y al mismo tiempo le entraba una enorme desazón, que le hacía sentir el abismo al borde de sus ojos. Quería empezar de nuevo, pero no estaba seguro de qué era lo que quería empezar. De nuevo Plutarco le daba lecciones. ¿Qué dirían las letras si las  soltara del maldito calendario?  ¿Qué imagen escogerían para sentirse uno? Y así, con pensamientos sobrios que le parecían de locura, aguantaba un miedo inconfesable que sabía tenía que guardar tan solo para sí. ¿Y si las mismas letras liberadas de una foto que no les corresponde no fueran capaces de decir nada?

No quiere pensarlo más y en un arranque repentino, raja el calendario.

Lo confirma, no puede separar las palabras del resto. Y con esa agónica confirmación que se mueve solo entre su mente y sus manos, rompe a llorar, más para adentro que para el mundo. Mientras, convierte en minúsculos pedazos el calendario que le ha devuelto tantos recuerdos, y con ellos tanta rabia.

¡Plutarco!

Suspira y enciende un cigarrillo. En un gesto de sorna que le libera pide perdón a Plutarco, por si rajar su escrito, hubiera sido motivo de ofensa.

Duelo.

"Mejor es la comida de legumbres donde hay amor,
que de buey engordado donde hay odio" (Proverbios 15:17)

Acaba de llegar.

El viaje ha sido largo y espera resolverlo todo en unos días. Lo dudó mucho, pero allí estaba por fin, con gabardina gris, la de las ocasiones. Cargaba una breve maleta, tan liviana, que ni se deslizaba con las ruedas ni levantaba del suelo. Levitaba justo en la línea en la que el suelo deja de serlo.

Reconocía la estación, aunque la miraba con extrañeza. La habían remozado, pero eran los mismos pasillos que recorrió mil veces cuando iba y venía desde el pueblo. Sus carreras se fueron distanciando hasta que ya solo fue. Ahora volvía. No sabe desde cuándo están esas máquinas expendedoras que le ponen nervioso. El siempre compraba el billete en las taquillas. La mujer, casi vieja, lo conocía y sabía exactamente qué billete quería. Luego, en los últimos tiempos, cambió la taquillera y le daba el billete una joven vestida de azafata de vuelo. Se sorprende absorto frente a una de esas máquinas tan poco femeninas. Mira sin leerlas las letras grabadas. “Tickets”. No recuerda tampoco cuando dejó de comprar un billete para comprar un ticket. ¡Tantas cosas han cambiado!

Camina.

Han puesto bancos nuevos y papeleras. Debe de hacer poco tiempo porque están de buen uso, aunque parecen frágiles. No soportarían sus tardes de domingo en la estación. En los viejos bancos de madera fumó su primer pitillo, medio a escondidas. Y sin embargo quería que todos supieran que fumaba. Había aprendido pronto a tragar el humo. Algunos se atascaban. Su hermano por ejemplo; tuvo que enseñarlo muchas veces y pensó que era un desperdicio de tabaco. Discutían. Le parece verlo, y verse. Sentados en el banco de madera con cuatro o cinco tipos más, fumando un cigarro colectivo y silbando a las chicas. Fueron los últimos años en que anduvieron juntos.

En verano les gustaba especialmente el banco del andén, el que miraba hacia los trenes.

Las chicas se dejaban silbar. Pero nunca miraban en el momento justo. Siempre tenían que dar dos o tres pasos más y, cuando ya parecía que se marchaban, volvían la cabeza. Las había descaradas, que volvían la cabeza entera y miraban abiertamente a todo el grupo. Las había que incluso les hablaban. Otras eran discretas y  miraban tan solo de reojo. Algunas querían mirar y lo hacían fingiendo que  buscaban otra cosa con los ojos.

Se ha quedado solo en la estación con los recuerdos. No quiere despistarse. Ha vuelto con un plan que cerrará cuanto antes.

Se apresura a la calle y recorre en silencio la avenida. Levanta la maleta para ir más rápido. Reservó una habitación en la pensión. Le mandó un telegrama para que lo esperara allí. No sabe si lo hará de buen grado. Ha pasado una eternidad desde aquellas tardes de humo de cigarro en la estación. Un montón más de tardes que han ido amontonando la distancia. Y nunca la distancia es el olvido. Cuando el alma está lejos o te crece el rencor o te crece la pena. Ahora, de repente, sentía rencor y pena hechos inmensos. Pero tenía que hacerlo. Tenía que volver y resolverlo todo. Había jurado por la memoria de su madre que lo haría.  

Ha llegado.

La pensión aparece tal como la recuerda. La fachada más vieja, desconchada, pero las mismas letras grandes, amarillas, pintadas y vueltas a pintar sin repasar el fondo. La puerta de madera. Una hoja entreabierta que al abrir por completo hace sonar una campana con ruido de cencerro. Y aparece la Paca para hacer los honores a su huésped.

¿Será la Paca todavía la dueña de la fonda?

Empuja y se sorprende del silencio. No suena el ruido tosco de la esquila. En su lugar, un “din-don” eléctrico,  como de teléfono viejo y alejado, y después un muchacho. Es joven. Le sienta bien el traje, sobre todo el chaleco entallado. Le pregunta quién es y al oír la respuesta agarra un sobre del mostrador de mármol. Se lo entrega solemne y le dice que lo siente.

¿Que siente qué?

Lo abre quedamente, como si no quisiera dejar ninguna huella de que estuvo cerrado. La tarjeta firmada solventa los asuntos que él vino a resolver: “No esperes a tu hermano. Partió hace unos años. Aún lloramos la pérdida. Manuela”. No la conoce a ella. Sabe que se casó pero ya no se hablaban por entonces.

Y ahora … ¿debe llorar? No sabe.

Quizá es mejor así. Se acaban los rencores y las penas. Sabe que no será fácil olvidar; y habría sido difícil enfrentarse a su hermano. No tiene ahora que explicarle como fueron las cosas y, … ya no necesitaba nada que él pudiera darle.

“Jodida lluvia”

“La lluvia, esa jodida lluvia que aparece cuando nadie la llama, podría haber roto hoy su costumbre”.

Es uno de los pensamientos que de manera intermitente, casi cíclica, ocupan la mente de Piedad mientras conduce su Renault, blanco y destartalado.

“Cacharrito” lo llama con cariño.

Es cierto que el coche es viejo, aunque tiene más años que kilómetros.

Su marido había insistido en que se llevara el coche nuevo, pero ella se siente más segura con este. No es buena conductora y cualquier error sería menos lamentable en “Cacharrito”. Para ella siempre sería mayor la tristeza de dañar a “Cacharrito”, aunque su marido nunca lo entendería.

Y había optado, no sabe desde cuando, por no dar explicaciones a Daniel.

Había preparado el viaje la tarde anterior.

Esteban y una decisión rápida pero firme justificaban el madrugón y los muchos kilómetros.

Un remoto remordimiento peleaba en el fondo de su ser contra la mentira piadosa que le había servido de excusa ante Dani.

Al fin y al cabo él ni era responsable, ni  podía cambiar el pasado. Y en ese pasado estaba Esteban quien, de repente, había irrumpido de entre la niebla de los años.

Ahora un paso a nivel.

No contaba con tener que atravesar un paso nivel y se había asustado un poco.

La lluvia persistente reducía la visibilidad y, aunque el semáforo estaba verde, la asaltaba la duda de si ello implicaba que podía pasar apretando el acelerador para que durara lo menos posible, o tocando suavemente el freno para ver todos los peligros que la acechaban desde la vía.

Jamás había visto ni oído de nadie cercano que hubiera tenido un accidente en un paso a nivel, pero para ella, era otro de sus particulares fantasmas de la carretera.

Calculaba que le quedaba la mitad del trayecto.

Nunca antes había hecho ese recorrido ella sola.

Desde que se conocieron Daniel asumió la tarea de conducir; ella la de asustarse y asustarle cuando la carretera se tornaba ingrata.

Había mirado todo el recorrido la tarde anterior en el viejo mapa de carreteras que llevaba en el coche. Un tramo de carretera comarcal desde su casa, algunos kilómetros por autovía, y luego la entrada a la ciudad, hasta llegar al hospital.

En breve, calculaba, llegaría a la autovía, y podría relajarse un poco con tal de mantener una velocidad prudente y no salir del carril de la derecha.

Daniel decía que solo los torpes se mantienen en el carril de la derecha, pero a ella le daba seguridad y la seguridad, pensaba, es siempre prioritaria.

Quizá no podría relajarse; la pesada lluvia le caía como plomo y hacía interminable el viaje.

Por primera vez, desde que decidió consigo misma que debía ir al hospital, tenía conciencia del riesgo.

La carretera y la inexperiencia se lo recordaban.

La jodida lluvia venía a enfatizarlo.

Quizá si hubiera hablado con Dani, lo habría entendido.

Quizá él mismo la habría traido.

Lo duda.

O está segura de que al menos lo habría digerido mejor que la mentira que había inventado. Bueno, era un consuelo que él no supiera que era una mentira.

No debía saberlo nunca.

Debía ser contundente consigo misma.

Le había dicho que iba a asistir a un curso que le interesaba mucho.

Si se convencía a si misma de su farsa evitaría dejar cabos sueltos cuando a la vuelta quisiera aparentar normalidad.

Intenta aprovechar el viaje y distraerse imaginando lo que contaría a la vuelta.

Podría contar a todos que había estado en un curso superinteresante; que se habría arrepentido de no ir; la presentación de lo más nuevo en programas para el tratamiento estadístico de datos. Tabulación, cuantiles, dispersión, muestra, frecuencia, variables, … todo le suena y lo dejó olvidado el día de su boda.

Dani no le pidió nunca que lo dejara.

Pero ella sabe que estuvo satisfecho de su cambio.

Ahora todo le suena tan lejos y tan cerca que sería la mejor excusa para su viaje. Algunos ya sabían que quería volver al mundo de los vivos, de los que hacen su vida también fuera del hogar.

¿Sería mejor no hablar a mucha gente del viaje?

La excusa era solo algo entre ella y Dani.

El resto de los próximos la entenderían, pero no era para ellos.

Una única explicación convincente y pocos detalles podrían cerrar el tema.

A su vuelta, habría participado en un curso aburrido donde se presenta como nuevo más de lo mismo; ningún cambio reseñable de lo que años atrás escuchó en la universidad.

Hace años, cuando conoció a Dani, le habló de Esteban, pero después el tiempo se lo había tragado hacia el olvido.

Fue su primer amor, y ahora simplemente le daba miedo resucitarlo de ese letargo.

Su matrimonio iba bien.

Dani era un buen compañero, sin excesos ni pasiones de cine. Agradable, confiado, cumplido, …

Pero Esteban había sido otra cosa y volver a saber de él después de tanto tiempo había despertado sus recuerdos, y quién sabe si podría despertar los celos de Daniel.

Mientras concluye consigo misma, la lluvia ha dejado de caer. Parece un buen auspicio a pesar de que el cielo se mantiene plomizo y amenazante.

Está contenta.

Tiene el final de la aventura preparado.

Ha dejado de llover y está entrando en la autovía. No hay mucho tráfico. Vuelve a alegrarse. Se situará en el carril de la derecha por si acaso.

Quizá debería haber llamado antes a Esteban.

Va a presentarse por sorpresa y puede ser inoportuna. Al fin y al cabo no había sabido de él en tantos años.

¿Y si no quería verla? ¿Y si se había casado? ¿Y si no se acordaba? …

De nuevo el caminar y las hormigas que empiezan a crecer desde el fondo del vientre alimentan sus miedos. Además una amenaza de trueno crece en su cabeza.

Debe tranquilizarse.

Hace rato que dejó de llover. No sabe cuándo. Sí, fue incluso antes de entrar en la autovía. Pero los limpiaparabrisas siguen su ritmo mecánico de lado a lado. Suenan. El ruido, que se ha mantenido constante por kilómetros, se vuelve insoportable. Los apaga.

Debe concentrarse en la conducción pero su inquietud va en aumento a medida que el camino se va acabando.

Las grandes señales azules le confirman la proximidad de su destino.

No era justa con Dani, debía habérselo dicho. Quizá incluso la habría acompañado y le hubiera evitado el suplicio del trayecto.

Sencillamente no había podido; era algo entre Esteban y ella. Una deuda no escrita del pasado. 

Ahora no había marcha atrás.

Facebook tenía la culpa.

Desde que entró en la red había ido recibiendo invitaciones de amigos y conocidos. De algunos de ellos ni se acordaba, pero nunca rechazaba una solicitud de amistad.

Una de sus amigas de adolescencia le había puesto un mensaje el día anterior: “¿Sabes lo de Esteban? Un accidente grave.” 

Más de una vez había esperado ella que Esteban apareciera por facebook en algún momento.

Siempre fue moderno y tenía que ser hábil en eso de las redes sociales.

En alguna ocasión había jugado a buscar en google su nombre y apellidos, pero siempre con poco éxito y menos insistencia.

Lo imaginó exitoso. Ingeniero en empresa de renombre. Conservador. Casado. Feliz. Pudiente. Cómodo, …

¿Por qué iba a acordarse de ella que no fue más que risas de instituto?

Nunca se buscaron.

No quiso el azar tampoco que se encontraran.

Va a abandonar la autovía y decide tomar un café en el primer bar que vea accesible. Le ayudará.

No habría imaginado nunca que Esteban aparecería así, como si de repente, el facebook amistoso y cotilla que estaba descubriendo se transformara en un periódico de sucesos, casi de obituarios.

A partir de ahí no pudo evitar pedir más información y averiguó, discretamente, dónde y cómo estaba.

Ana no había cambiado.

Era la misma amiga de múltiples enlaces capaz de poner a todos al día sobre todos; y en el momento exacto. Siempre dudó si la información iba a buscar a Ana o si era ella quien invertía todo su ser en estar informada.

Daba igual, era a quien recurrir para cualquier evento o para contrastar cualquier indicio de éxito o fracaso entre quienes fueron, hace ya muchos días, compañeros y amigos.

No había tenido tiempo de planearlo mejor, solo de decidirlo.

Iba a verlo. A ella le apetecía y a él no podría hacerle mal.

Ana no sabría nada.

Dani, que siempre había sido una bendición, se convirtió de repente en el problema.

Por eso inventó la excusa perfectamente adecuada a su contexto: un curso para preparar su retorno profesional. Llevaba tiempo planteándoselo.

Había parado el coche frente a una gasolinera con cafetería a la entrada de la ciudad. No le gustó el aspecto de descampado, pero le serviría. Podría preguntar cómo llegar al hospital, y retocarse un poco el maquillaje. 

Aquí también había llovido y bastante, a juzgar por los charcos que tuvo que sortear para llegar del coche a la cafetería.

Pero había dejado de llover.

En los próximos días debería de comprar algún libro nuevo de estadística. Completaría su excusa y cerraría la historia.

Le diría a Dani que se lo habían recomendado en el curso y que quería actualizarse.

Dudó si comprar algún dulce para Dani. No solían hacer regalos fuera de días marcados, pero le apetecía compensarle. Quizá mejor no hacerlo por si la novedad despertaba sospechas. 

En unos momentos que le parecen horas ha tomado el café, comprado unas galletas artesanas y vuelto al coche.

Le han dado instrucciones claras para llegar al hospital, está casi a la vuelta de la esquina.

Todo está controlado menos la lluvia, que ha vuelto a aparecer y amenaza con empaparla en el corto trayecto hasta el coche.

Se apresura, aunque pisa los charcos al dirigirse al coche.

Después arranca velozmente lanzando por los aires una ola de agua de lluvia sucia que no salpica a nadie porque no hay nadie al alcance.

Ve el hospital de lejos.

Se pregunta por qué son todos tan iguales.

No sabe donde aparcar y se entretiene dando una vuelta con su pequeño coche.

La entrada de urgencias siempre está en el lado opuesto a la entrada principal.

Debería entrar por la puerta de visitas.

Aparcaría lo más cerca posible y preguntaría en información.

Siempre hay un mostrador detrás de cualquiera de las entradas de un hospital.

Conduce y observa, con igual atención.

Le resulta difícil encontrar aparcamiento. Ninguno le parece el adecuado por pequeño o por grande, por demasiado próximo o demasiado lejos, …

Duda si quedarse o volver a casa sin más contemplaciones.

No debió iniciar nunca esta locura.

Esteban y Dani. Dani y Esteban. Los dos se lo merecen todo.

¿Pero cómo darle a uno su lugar sin robárselo al otro?

Encuentra, finalmente, una plaza cubierta para su “Cacharrito” y apaga el motor mientras suspira y mira hacia los lados quitándose la sensación de que la siguen.

Después se observa.

El espejo interior solo le muestra que no se ha puesto el rimel y que la lluvia ha dibujado un bucle en el mechón de pelo que se empeñó en alisar.

Nada es tan importante como que ha llegado y que sigue lloviendo.

Un grupo de personas, todas con uniforme blanco, fuman como a escondidas, a media cubierta entre un árbol y una cornisa.

Procurará pasar sin preguntarles y parecer segura.

Apaga la radio. No sabe desde cuándo la lleva encendida ni qué ha oído en ella a lo largo del trayecto.

Se baja y cierra con llave. Su pobre “Cacharrito” no tiene cierre centralizado y comprueba las puertas una a una.

La lluvia ahora cae mansamente y le hace gracia. La siente como acompañándola en una lentitud contradictoria mientras avanza hacia la entrada.

Quiere que la incertidumbre pase pronto, pero teme el momento del reencuentro y camina con pausa, con estilo, con una fortaleza que solo es apariencia.

Quiere disimular, sin conseguirlo, los nervios que se han pegado a ella desde que recuperó a Esteban del olvido.

No entra.

Antes de llegar a la puerta ve avanzar por un lado un coche fúnebre.

Se acabaron sus dudas.

La serena certeza de que lleva lo que queda de Esteban le cae como una losa de granito, tan gris como pesada.

Para qué preguntar si se lo dice el pálpito que siente de repente y la lágrima que rueda, sin permiso, mezclándose en su rostro con la lluvia.

Corre hacia “Cacharrito”.

No era buen presagio iniciar un viaje con esa jodida lluvia que aparece cuando nadie la llama.

Metáfora para los tiempos que corren.

No quiere decir nada, pero no aleja de su mente ni el miedo ni la rabia. Higinio ha visto marcharse a muchos huyendo de una guerra segura, aunque ellos decidieron quedarse y coger la cosecha. Les ha oído contar atrocidades de las que nunca creyó capaz ni al peor de los hombres ni al más cruel de los guerreros. Ha estado en mercados vacíos y  ha percibido pánico en el rostro de los que se quedaban. Ahora ha visto también un resplandor lejano en medio de la noche y ha olido en el aire el rescoldo de los campos quemados. Por eso, en medio del silencio, se agacha a recoger su cesta con unos pocos panes y un puñado de frutas y, al levantarse, observa a Domiciana intentando ocultar el dolor que le embarga. Le ha dicho que se marchan por no quedarse solos. No le habló del peligro certero que arrasará sus campos.

Ella está lista. Lleva un pequeño atillo con los imprescindibles. Inician el camino dejando a sus espaldas la casa que crearon con sus manos y los campos que araron. Se oyen ecos de llanto. Avanzan unos pasos en medio del silencio que duele por solemne. Domiciana aprieta la trabajada mano de Higinio y sin mover la vista del camino sentencia con voz clara: “Cuando haya pasado Atila, volveremos a cultivar los campos”.

Reescribiendo a Rymond Carver.

Reescribiendo a Rymond Carver.

Reescritura de Mecánica Popular de Raymond Carver (De qué hablamos cuando hablamos de amor, 1974-1981). Propuesta de Santiago en el curso de Un Cuarto Propio en Ciudad Real, octubre de 2011.

 


“El día de los hechos amaneció nublado, pero con mejor temperatura que el día anterior.

Terminé de recoger mis cosas. Lo que quería llevarme entraba en una maleta y la tenía abierta encima de la cama. Había guardado la ropa; solo un par de trajes y una equipación deportiva, la bolsa de aseo y un par de libros. Estaba revisando la documentación que me llevaba, el pasaporte, la cartilla del banco y el DNI. Sólo quedaban encima de la cama algunas fotos que para mí son importantes y me quería llevar. Una de mis padres, otra de nuestra boda y la más reciente del niño que había estado hasta entonces en el mueble del salón.

Ella entró y se quedó mirando las fotos. Yo pensé que no quería que me llevara la de la boda y estaba preparado para responderle que, aunque se había terminado, era una parte de mi vida a la que no renunciaba. Sin dejar de mirar a las fotos empezó a hablarme, al principio de manera civilizada. Me dijo muchas cosas; que era lo mejor para todos, que tenía que pasar, que se alegraba de que lo hubiéramos resuelto y no sé qué más. Pero a medida que hablaba ella sola se iba calentando, subiendo el tono y adoptando a intervalos una actitud amenazante con periodos de llanto entrecortado. Creo que estaba entrando en un ataque de histeria y no le respondí porque sabía que contestar en ese estado siempre era contraproducente.

Cuando vio que me giraba a coger mis gafas de la mesita de noche, cogió arrebatadamente la foto del niño de encima de la cama y salió corriendo hacia la cocina insultándome a voces mientras lloraba. No recuerdo todo lo que decía, pero entre insulto y reproche me gritaba que se alegraba de que me fuera, de que la dejara en paz. Yo no perdí la calma, aunque me costaba, pues me estaba pareciendo una rabieta de niña pequeña que había que frenar como es debido. No le toqué un pelo.

La seguí despacio hacia la cocina donde la encontré con el niño en brazos, llorando también. Lo apretaba tanto en su ataque de locura que estoy seguro de que le hacía daño. Le ordené un par de veces que soltara al niño y lo mantuviera al margen de nuestras disputas. Le dije que yo también soy su padre y me lo quería llevar, por lo menos hasta que ella estuviera más tranquila, y después en los periodos que acordáramos. Pero cuanto yo más le hablaba más apretaba ella al pequeño. Temí que le hiciera daño, así que no me quedó más remedio que acercarme a ella e intentar liberar a mi hijo, aunque fuera por la fuerza.

El resto no sé exactamente como ocurrió. Ella había dejado de llorar y yo de darle órdenes. Una maceta de perejil que solíamos tener en la encimera cayó al suelo y golpeó al niño que había caído primero.

El final usted ya lo conoce y solo querría añadir una cosa. Si el día anterior no hubiera nevado o si yo no hubiera hecho caso de la DGT, creo que nos hubiéramos ahorrado este incidente. Ella y yo habíamos acordado que me iría, pero como amaneció nevado, la Dirección General de Tráfico aconsejó no salir a la carretera de no ser estrictamente necesario. Por eso me quedé un día más”.

El imputado lee nuevamente la declaración, escrita de su puño y letra, y la firma, pausadamente. Sin mediar palabra, entrega el folio al abogado de oficio que le ha sido asignado y permanece sentado, sin inmutarse, en la mesa del despacho de la comisaría.

Apagón.

Necesita encontrar el biberón.

Sabe que siempre lo deja en la cocina, normalmente al lado del microondas, pero aunque mueve la mano de arriba abajo continuamente, al tiempo que la desplaza lentamente de izquierda a derecha, no da con él. Quizá Moisés lo dejó en otro lugar. A veces simplemente lo deja en la mesita después de que la pequeña Aroa tome su contenido. Más de una vez han discutido por ese desorden masculino que Moisés introduce cada vez que quiere echar una mano. Hoy no discutirían, lleva horas echándolo de menos.

Cuando se fue la luz por primera vez simplemente encendió, por toda la casa, las velas decorativas, aromáticas y mágicas que habían ido acumulando en los últimos meses. Daban una atmósfera bonita al ambiente, como de romántica penumbra, en el pequeño apartamento que era su hogar. Instaló a Aroa en el cochecito en el salón a su lado e incluso se puso a leer una revista que había por allí mientras la pequeña dormía. Le apetecía que Moisés llegara antes de lo previsto y disfrutar juntos de ese ambiente relajante.

Pero habían pasado ya más de dos horas y las velas se habían ido agotando una a una. Empezaba a sentirse incómoda pero tenía que aguantar. La pequeña estaba despierta pero por suerte estaba tranquila. Sabía que la avería no podía durar mucho más. Ya llevaban más tiempo a oscuras del que nunca había durado cualquier corte de suministro eléctrico.

Después se había ayudado de la tenue luz de su teléfono móvil para ir a buscar los pañales al baño. Moisés la había llamado entonces. Tardaría en volver porque por alguna razón que no habían podido explicarle el corte de suministro eléctrico afectaba a toda la ciudad y no funcionarían los transportes públicos hasta que se restableciera. Le había dicho que estaban bien, que tenían velas y que la niña había estado durmiendo la mayor parte del tiempo.

Ahora la batería del móvil se había agotado e intentaba recordar donde había dejado el mechero después de encender las velas. Seguía moviendo la mano como una autómata de arriba abajo con intensidad y, simultáneamente, de izquierda a derecha con lentitud. Daba golpes con objetos insospechados que caían con el ímpetu. Nunca pensó que tuvieran tantas cosas en una cocina tan pequeña y refrenó un ansia de tirarlas todas. Aroa lloraba intensamente; tenía hambre y probablemente miedo.

Desesperada rompió a llorar. No serviría de nada encontrar el biberón. ¿Cómo iba a prepararlo? En su llanto gritó esperando que Moisés le devolviera la respuesta como lo hacia en las discusiones cotidianas, “¿por qué te empeñaste en poner equipamiento eléctrico en toda la casa? Debíamos haber pensado en lo que pasaría si por alguna circunstancia fallaba el suministro”.

¡El afilador!

Un afilador que es un extraño en un universo femenino. Un texto de ficción en un contexto real. Quizá un extraño juego de recuerdos y palabras.
Nohemí

 

 “¡Afiladooooor!” -  Y el afilado sonido de la armónica se expande por el barrio.

Nunca ha utilizado los servicios de un afilador, y sin embargo le cuesta imaginar el pueblo sin él. Se imagina que, en su itinerante laborar, también visita otros pueblos, pero tienen menos mérito.

Catalina siempre ve pasar al afilador en su pueblo. Es un pueblo de La Mancha, y sin embargo, tiene cuestas por todos sus costados. Parece como si a la gran llanura le hubiera salido un grano, y en el grano, hubieran creado un pueblo.

¿Los pueblos se crean o se construyen? En eso piensa Catalina y se ratifica en que el suyo es un pueblo creado. No es un pueblo moderno, diseñado y planificado previamente. Ha estado allí durante muchos años y se ha ido creando poco a poco con las aportaciones de muchos. Ella nunca ha vivido en otro pueblo.

De tarde en tarde escucha el aviso y oye a las vecinas salir con sus tijeras y navajas. Le gusta quedarse tras el cristal y ver como, en apenas un momento todo el instrumental queda afilado y fino.

Piensa Catalina cuántos pueblos habrá visto este hombre; y si los diferencia o le parecen todos el mismo. A ella le resulta difícil orientarse si sale de su barrio,  aunque ha vivido en el mismo pueblo, todos sus veinte años.

Piensa que tiene suerte, porque por tan solo unos metros, vive en la parte llana. Hay, delante de su casa, un pequeño jardín que hace las veces de rotonda para el tráfico que llega siempre desde la izquierda. Al frente, a la derecha, lo que fueron quiñones y hoy son un barrio nuevo. Algo más a la izquierda, casi recta, una calle empinada que, por si fuera poco, termina en escaleras.

Podría bajar, abrir la puerta, salir, cruzar la calle, y sin llegar al inicio de las cuestas, unirse a las vecinas.

El hombre ha parado su bicicleta al lado de la acera, donde las cuestas que ve desde su ventana, eligen caminos diferentes. Allí mismo ha puesto en marcha el pequeño motor que mueve la piedra de afilar. Una a una va atendiendo a las mujeres y recogiendo las pocas monedas que ellas le dan a cambio. Debe de ser parco en palabras; del saludo a la despedida pasando por el precio y el agradecimiento.

Algunas de las mujeres se marchan enseguida, otras, sin embargo, se han hecho su huequito en la calle, y al pie de las paredes encaladas, cerca de la bodega, en difícil ángulo con la inclinación de la calle, permanecen hablando de sus cosas.

No son cotillas, solo hacen un poco de repaso a lo que cada una ha sabido de nuevo.

Manuela, la del moño, tiene costura en casa. Cose para una fábrica y le ayudan un par de chicas, aprendices, si la tarea se extiende. Entre hilo y puntada siempre hay lugar para el alboroto. Y entre alboroto y calma siempre cabe algún chisme. La fulana que se ennovia, la preñez de una vecina, o el flirteo indiscreto de un casado.

Andrea siempre fue viuda. Catalina no conoció a su marido. Tampoco le ha visto ningún traje claro. Vive dos puertas antes de su casa. Es una casa enorme con portada y tres balcones. Tampoco ha estado nunca Catalina más allá del umbral, ni ha visto nunca entrar a nadie. Sacó a afilar un hacha y la navaja.

Hoy se les unió Aurora, la hija del droguero. Como el negocio es próspero han hecho obra este verano. La casa es diferente a todas las demás. Todas tienen el patio dentro y la fachada sobria. Ellos hicieron un pequeño jardín delantero y pintaron el muro de color rosa palo. Es más joven que el resto, pero le gusta hablar y estar con ellas.

Si las noticias salen del taller de Manuela, es Aurora la voz que las confirma. Si ella no sabe nada es que el rumor no es cierto.

Por un momento han captado toda su atención y ha perdido de vista al afilador. “¿Qué camino ha tomado?” - se pregunta.

Si escogió la cuesta del quiñón habrá subido andando, tirando de la bici con las manos, y ya es probable que haya llegado arriba. Después de dos manzanas la cuesta se suaviza. No tocará la armónica hasta llegar más lejos, porque la acera derecha la ocupan casas nuevas, sin vecinos, y la de la derecha el parque chico. No encontrará clientela hasta el final del parque.

Por la segunda calle también tendría un descanso. Toda la acera izquierda la ocupa la bodega. Se encala de año en año, por vendimia. En frente las casas de las viejas.

Sonríe Catalina al escuchar su propio pensamiento “las casas de las viejas”. Recuerda, siendo niña, cuántas veces jugó delante de ellas. Entonces el tráfico no era un problema y el tiempo se medía de otra manera. Un trozo de yeso seco para pintar los cuadros, un tejo para el salto y dos o tres amigas. Hoy le llaman rayuela pero ella y sus amigas siempre jugaron al truque; es lo mismo.

Era divertido el juego, por sí mismo y porque las mujeres siempre salían a gritarles que tuvieran cuidado. “Vais a esconchar el zócalo, que está recién pintado”, “Jugad más arriba que no tienen enfermos”, o “Niñas, marchad a casa, que es muy tarde y va a salir la bruja”. Cada tarde, al iniciar el juego, habían intentado adivinar quién gritaría primero.

Pero no, no ha subido el afilador por esa calle. Alcanza a ver el fin desde la ventana y no hay rastro del hombre. No le resultaría fácil subir la bicicleta y toda la herramienta por las escaleras que la enlazan con el centro del pueblo. Aunque quizá podría, en el jardín enano de la fuente, descansar un momento. La fuente está cerrada, pero queda el pilón seco, un ciprés y la vieja cabina de teléfono que casi nadie usa.

Cuando la edad del juego fue dando paso a la de las tertulias confidentes  gastaron allí no pocas tardes de verano.

Ha debido tomar el camino llano dejando detrás el camino andado. No alcanza a verlo sin perder la discreción de su ventana. Llegará hasta la plaza por aquí, pero no podrá hacerlo sin pendientes. Si toma la primera alcanzará pronto la espalda de la iglesia. Si toma la segunda bordeará la casa de los condes.

Siguen hablando las mujeres. Es el turno de Aurora. Catalina no puede oír sus palabras pero lee en sus gestos extremos su total desacuerdo.

Volverá el afilador en unos meses con su silbo afilado como anuncio.

Resaca.

Resaca.

¿Qué alba es ésta que llega como el fin de un eterno letargo? ¿Cuánto hace del inicio del día? ¿Fue narcosis o hipnosis? ¿Efecto cataclísmico de un impacto mental? ¿Dónde estoy? ¿Yazco en mi cama o me alberga un destierro forzoso? ¿Quién puso oscuridad sobre mis sueños cerrando los canales por los que anhelan luz? ¿Cuándo huyó él dejándome dormir en soledad desnuda? ¿Cómo perdió la cabeza su constante equilibrio de razones y se llenó de vértigos ajenos? 

¿Por qué volví a beber de madrugada?

Adiós.

La mañana había transcurrido con normalidad. Saludos matutinos a diestra y siniestra del pasillo a medida que, junto con otros compañeros de turno matutino, se iba incorporando. Los cuidadores del turno de noche aún deambulaban por allí. Algunos llevaban la bata puesta y parecían dispuestos a quedarse junto con el nuevo turno. El empeño por terminar sus tareas, o el retraso en hacerlo, les hacía parecer más diligentes que el resto. Otros habían cambiado la indumentaria tan pronto como se habían leído las ocho en el reloj, un ejemplar enorme que presidía, desde su alcayata, la sala de juntas.

Casi no había hablado con nadie. Las ocho horas de rutinas laborales habían transcurrido con normalidad. En el primer descanso había tomado café con los compañeros y luego salido a fumar un cigarro a la puerta con los bedeles. En el segundo, unas tres horas más tarde, se había comido su almuerzo en solitario. Algunos compañeros comían en la cafetería. Él siempre traía comida de casa y la tomaba con tranquilidad y en silencio en la sala de juntas.

El nerviosismo empezó a apoderarse de él a medida que se aproximaba el final de la jornada. ¿Y si se había equivocado?

Cuando el enorme reloj de acero inoxidable y números romanos marcó las cuatro de la tarde se quitó el uniforme y lo dejó cuidadosamente doblado en su taquilla. Cogió su bolsa y empezó el camino de retirada. No pudo evitar, al salir, hacer una breve pausa y recorrer con la mirada, como para grabarla en la memoria, la sala de juntas.

Suspiró e inició la marcha hacia la puerta por la que ocho horas antes había entrado por última vez. A su espalda quedaba, a golpe de decisión tomada, un  número importante de años que nunca habría previsto gastar juntos en el mismo sitio.

La puerta se cerró tras él sin ruido alguno. Al salir a la calle sintió el aire fresco golpear su rostro. Miró al cielo y suspiró de nuevo. Al día siguiente iniciaba sus vacaciones y después ya no volvería.

Hacía algún tiempo que había decidido marcharse discretamente. Hoy, se había marchado.

Ponerlo todo perdido de palabras.

Ponerlo todo perdido de palabras.

Uno de estos días, de camino al trabajo, escuchando la radio, con cierta desatención de la tarea de viajar, a riesgo de ser víctima de mi propia conducción, escuché a alguien decir que le preocupaba mucho "no ponerlo todo perdido de palabras”. Otros lo habían dicho antes. Yo lo visualizaba de manera instantánea; con más nitidez si cabe que la propia carretera que iba quedando delante y detrás de mis recién estrenados neumáticos.

Imaginé mi mesa, apenas montada en mi recién recompuesto estudio, vacía de enseres, de libros, de lápices, incluso de papeles, y en su blanco casi inmaculado, grafías que aparecen y se reescriben por sí mismas, y se agrupan para dar lugar a mágicas apariciones lingüísticas.

Seguí mi propio juego, y acaricié con la mente las letras que aparecían sobre mi escritorio, para pasar a ordenarlas por múltiples secuencias.  Montones y filas de palabras agrupándose a veces por tener tamaños o colores iguales, y otras veces por ser bien diferentes. Nacían y crecían, se agrupaban,  se alejaban, se unían y se soltaban por significados parecidos o enfrentados. Un criterio por milésima de segundo que podía transformarse en el contrario a medida que más y más palabras florecían en mi mente y en mi mesa.

Las hubo para la risa y para la tristeza, para la armonía y para el desorden, para el recuerdo y para el olvido, para la lucha y para la calma, para el amor y para el odio, … Pese a mi esfuerzo por clasificarlas mi escritorio se mantuvo lleno de otras palabras vivas que no se dejaban limitar porque encerraban sentidos que eran ciertos para más de un criterio.

Encontré vocablos que creí estar inventando allí mismo, pero que me sonaron contundentes haciéndose un sitio digno en el tablero. Y las dejé quedarse en algún hueco, solaparse con otras y sobreponerse a las anteriores. Allí quedaron escritas, entre otras, el verbo “malportarse” que hice mío en un gesto de consciente rebeldía ante formas impuestas; y el sobrenombre de “zascanvecino” con el que bauticé a algún compañero que pasaba de lo grato a lo ingrato sin aviso y sin perder el beneficio de lo próximo.  Ambas, como otras, habían nacido en mi discurso interno mucho antes de presentarse ante mi pluma.

Kilómetros más adelante y miles de palabras evocadas, empecé a entrever el destino que diluía los montones de términos derramados sobre mi mesa imaginaria. Me oí decir que no bastaba con poner un pupitre perdido de palabras. Que debían soltarse igual que se desatan los barcos de las amarras del puerto, o como se vuelan los globos de la mano de un niño, o de la forma en que flotan los vilanos en el aire cuando llega el verano.

Soplé, igual que se sopla a las velas de un cumpleaños generoso. Imaginé entonces infinitas palabras con alas de colores saliendo del escritorio, pegándose a las paredes, filtrándose por las rendijas, volando en todas direcciones para, por fin, ponerlo todo, perdido de palabras.

Gracias Ángel Gabilondo y Juan Ramón Lucas, por ponerlo todo perdido de palabras y por dejar la frase, desinteresadamente, al alcance de cualquier inquieto pensamiento.

No menú para una no cena.

Algún extraño impulso me ha tentado a obsequiarte con uno de los platos compartidos antaño y he andado hurgando entre notas y recuerdos para orientar mi decisión.

Despacio y sin quererlo he visto algunas de las viandas compartidas.

“Bocadillo de carne fría con trocitos de lechuga y patatas chips intercaladas”. Tu madre siempre dijo que era una guarrería poner las patatas dentro del bollo, pero tú defendías la textura crujiente del bocata. Discutíamos el nombre como si inventáramos algo de la nueva cocina y dabas la receta a tus amigos. Tú lo llamabas sándwich. Solías comentar que te recordaba nuestra primera excursión cuando, de estudiantes, formando parte del ceremonial del primer cortejo, me llevaste a ver un río que nunca encontramos y que todavía hoy dudo que exista. No te diré más. Tengo en la nevera una pechuga asada que podría pasar por carne fría, pero no me parece un menú oportuno para la ocasión.

“Pizza galardonada”. Así llamabas a la pizza prehecha, comprada en cualquier supermercado, a la que después, entre risas y jolgorios, íbamos añadiendo un poco de todo lo que encontrábamos por la nevera. Mejillones, huevo, jamón añejo, pisto manchego o berenjenas podían convivir sobre una pizza que ya traía su carne y su tomate, con tal de que al final quedara rematada con abundante queso. Mi madre siempre puso el queso, que compraba en cantidades repartideras para que un mes sí y otro también, pudiéramos traernos un buen pedazo después de visitarla. No recuerdo cuando galardonamos nuestra última pizza compartida aunque mantengo la costumbre de prepararla cuando tengo visitas repentinas o un partido de fútbol compartido la merece.

“Croquetas resultantes”. Así nombraste a mis croquetas que no eran de pollo ni jamón y nunca supe si con agrado o con ironía hiriente para vengarte de que siempre fueran diferentes. Pero las comías a placer cuando las encontrabas recién fritas al volver del trabajo. Recuerdo especialmente unas de salmón ahumado que estaba preparando para la fiesta de los niños cuando llegaste cabreado de un encuentro de amigos. Te reíste a carcajadas, nunca las habías visto de salmón ahumado ni pensabas que serían del agrado de nadie. Sin embargo, como si no hubieras comido en tu vida, las devoraste en el tiempo que yo tardé en ir a comprar unos refrescos para la fiesta. No tengo que explicarte por qué no me apetece prepararlas.   

“Puchero cómodo”. Si no recuerdo mal, fue lo último que tomaste en casa. Era un cocido completo que te iba a servir como plato único porque siempre protestabas porque la sopa te saciaba y no podías tomar el resto. Por alguna razón te disgustaste y me culpaste de escatimarte cosas o de ahorrarme el tiempo de prepararlo bien. Enumeraste uno por uno los cocidos de tu infancia que no habías vuelto a probar. Te fuiste calentando, creo que porque veías que yo seguía comiendo casi sin inmutarme, hasta que decidiste que había llegado el fin y lanzaste tu plato por los aires y la olla caliente al fregadero ante los ojos asombrados, casi llorosos, de tus hijos. No he vuelto a hacer puchero ni a probarlo. Supongo que habrás recuperado tus cocidos de infancia, y no sé si me alegro.

No prepararé nada. Cenaré fuera con los peques. Tampoco voy a dejarte entrar en casa para buscar tus cosas. He puesto todo lo que era tuyo en un par de maletas que dejo a la portera, y por si tienes hambre, te dejo en una bolsa unas manzanas que sé que no te gustan.

 

Confesiones postales.

A partir de "Declaración de amor en comisaría".

Max Frisch

Querida Trini,

Hace mucho que no te escribo, pero es que no te imaginas la racha que llevo de sucesos extraños. No es que me pasen cosas de fuera de este mundo, ni de expediente X, pero últimamente no tengo tiempo de aburrirme.

Hemos hecho un poco de obra en casa y he estado ocupada con la pintura y los arreglos finales.

Además, hasta he pasado una noche en la comisaría. Pero no te asustes. No he hecho nada malo. Hay veces que las casualidades se van juntando solas. Bueno, casi he empezado por el final, pero con esta carta aprovecho y te pongo al día.

Te echo de menos. Te contaría todo esto largo y tendido sentadas las dos en el sofá, como cuando de estudiantes nos saltábamos las clases para contarnos todo. ¿Te acuerdas? Fuiste tú la primera que supiste que Andrés ocupaba un huequito en mi vida, y me fuiste ayudando a hacerle el hueco grande. ¡Qué tiempos más felices! ¡Como los añoro! Ya ves, lo cacé a él pero ahora te tengo a ti lejos.

Bueno, pues voy a contarte antes de ponerme melancólica. Tiene hasta su gracia lo que me ha pasado aunque me dice Andrés que no debo parecer superficial cuando lo cuento.

Ya sabes como soy para mis cosas. De vez en cuando necesito un día solo mío, y lo aprovecho. Pues aproveché el miércoles pasado que Andrés había salido. De esas veces que dice que tiene reunión de trabajo y yo ya sé que no vendrá a cenar, o incluso que no le voy a ver en un par de días. El piensa que me enfado, pero no, entiendo que necesite su canita al aire, sin pasarse, y sobre todo agradezco que me deje para mí todo el aire de la casa.

Me preparé. La bañera llena con doble dosis de espuma. La música muy flojita. ¿Te he dicho que hemos puesto el hilo musical por toda la casa? Es una gozada y nos han hecho un precio muy bueno. Si te animas me lo dices y te mando a los chicos, que trabajan muy bien. Te decía, la bañera, la música, la espuma, … y me pasé un buen rato en remojo. Al salir me puse mascarilla en el cabello. Una de karité que me compré en Australia y, en la cara, una crema muy fina que me trajo Andrés de París en su última escapada. Como ambas había que dejarlas reposar un rato aproveche para ponerme unas rodajas de pepino en los ojos, como cuando éramos jóvenes y no teníamos dinero para cremas. ¿Te acuerdas como devorábamos los consejos de belleza de todas las revistas? Que gracia. Debía de estar monísima, ¡como para un anuncio! Calculé diez minutos de reposo y, aprovechando el hilo musical, pensé irme al sofá de la salita para tumbarme un rato.

¡Pero que susto! Al salir al pasillo me encontré con un chico que, al verme o casi antes, cayó redondo al suelo. Pensé que era algún técnico que había mandado Andrés. Como el hilo musical es nuevo y está en garantía. Lo llamé muchas veces pero no se movía así que empecé a asustarme y llamé a la muchacha que estaba en la cocina. Tenías que haber visto los gritos que daba. “¡Está muerto! ¡Está muerto!” Decía. Tanto gritó, que las vecinas sordas del piso de abajo subieron asustadas y empezaron a ponerle agua fría al muchacho en la cabeza. Luego llamamos al 112 porque no reaccionaba. Vino la policía y la ambulancia. Y yo, todo el rato, con mis cremas y mis pepinos puestos. Ahora me río, porque debía de parecer un cromo. Pero entonces no me dí ni cuenta. Imagínate que dijeron que teníamos que ir todos a declarar a la Comisaría y si no es porque la chica me lo dice, me voy en albornoz y pintada con crema y con pepinos.

Pensarás que soy frívola por contártelo así, pero es que visto ahora, me hace mucha gracia. Lo siento por el hombre. Dicen que sería un ladrón de los normales que pasó aprovechando una ventana abierta a ver que se llevaba. Tenía un reloj de Andrés y algún dinero en el bolsillo. Creo que el dinero era el que yo dejo en el taquillón para que la chica vaya comprando el pan y algunas cosas sin pedirme a cada momento. Le tomaron las huellas y supongo que habrán localizado a algún familiar. A nosotros nos dejaron marchar con el aviso de estar disponibles por si algo en la investigación se presentaba.

Las solteronas sordas del piso de abajo son muy malas. Cuando estábamos en la comisaría empezaron a insinuar que yo lo había matado. Pero no es cierto. Yo andaba por mi casa con mis cosas. Dijo el policía que seguramente le había dado un ataque al corazón, pero hay que esperar a la autopsia para estar seguro.

Puedes estar segura de que yo no le hice nada. Andrés también confía en mi. Eso me ha dicho hoy por teléfono cuando se lo he contado todo, aunque me ha pedido que no me ría cuando lo cuente en otros sitios. Quizá tenga razón, pero me sigue haciendo mucha gracia imaginarme, con mi crema y mis pepinos asustando a un ladrón hasta la muerte. Que digo yo que para ser ladrón hay que tener un corazón algo más fuerte.

Bueno Trini. No te preocupes que yo estoy bien y no he matado a nadie. Tengo ganas de verte. Si Andrés me avisa de su próximo viaje, te lo digo y te vienes a hacerme compañía. Te servirá de vacaciones y volveremos a hablar de nuestras cosas y hacernos cremas y potingues con huevo, miel, … y rodajas de pepino. Pero te aseguro que vigilaremos antes que todo esté cerrado y no pueda colarse ningún ladrón de corazón flojo.

Un abrazo de tu amiga de siempre.

Estrella.

Bárbara

Bárbara

Apenas una milésima de momento antes de que la habitación se haya iluminado de súbito para volverse a oscurecer, una masa caliente ha cruzado el firmamento ajena a la tristeza infantilmente humana de la niña.

La energía calórica en esa masa de vapor celeste alcanza temperaturas inconmensurables. Por suerte el fenómeno ha sucedido muchos pisos por encima de la humilde habitación que soporta el llanto mudo de la pequeña, porque de otro modo, el cumulonimbo de la tarde, dilatado por efecto del calor, habría dado al traste con su llanto, con su aposento y con su historia. La nube caliente, perdida su imagen de inocente pedazo de algodón, se sorprende a sí misma entre vapores fríos a quienes imitar, y para hacerlo, se repliega y contrae sin poder evitar la expansión que de su misma fiebre se deriva. Y es ese involuntario crecimiento y autoconfinamiento, el que le arranca un grito que retumba como estruendo desde el cielo.

Pero Bárbara no escucha gritos celestiales mientras atiende sin consuelo a su vieja muñeca que ha perdido un ojo, y solo eso es, en este instante, lo importante.

 

Nohemí, tu texto me despierta una desazón y una inquietud muy sugerentes. Me parece que en este microtexto has desplegado una cara desconocida de ti, más poética, extraña, casi surrealista, pero certeramente cerrada en ese ojo de cristal final. ¡Felicidades!

(Silvia Nanclares, mi profesora en Fuentetaja Literaria)

Mi mutante.

Tomelloso, 16 de julio de 2011

 

¡Hola mamá!

Perdona que haya tardado tanto en escribirte, me ha costado organizarme para el nuevo trabajo. Creo que te conté por teléfono que iba a tener a un hombre en casa para observar y anotar todo lo relevante de su comportamiento. Cada dos días voy por el Departamento de Investigación y todos los días paso un informe por correo electrónico. Los días de entrevista allí aprovecho para preguntar alguna cosa, especialmente de lo que puedo hacer o no. Además me han dado uno de esos teléfonos permanentemente conectados al profesor de manera que puedo llamarle a cualquier hora si es necesario.

Durante el día estoy inevitablemente pendiente de este hombre, pero en cuanto anochece se queda dormido y me permite dedicarme a mis cosas. El primer día se quedó dormido en el sofá y le dejé pasar allí la noche. Después el profesor me dijo que mejor lo llevara a su dormitorio cuando empezara a atardecer. Ahora es de noche. Por eso te escribo sin interferencias. Ya he escrito el diario que tengo que mandarle al profesor, un registro minuto a minuto de lo que ha hecho, pero a ti voy a contarte algunas cosas que me van llamando la atención.

Puedes estar tranquila, el trabajo está bien pagado y no supone ningún riesgo. A veces es aburrido porque el hombre no habla. Solo a veces hace un ruido extraño, como un zumbido que parece que sale más de su estómago que de su boca.

Hoy el día ha transcurrido con normalidad; bueno, con la normalidad de los últimos seis días que lleva en casa.

Despertó con el alba, pero se mantuvo en el lecho hasta que el ruido de la calle fue entrando en la habitación. Me encontró en la cocina, con la radio encendida y un par de periódicos sobre la mesa. Madrugo mucho porque me gusta desayunar tranquila aunque no pueda privarme de su presencia durante el resto del día.

Le miré a los ojos. Ya lo he hecho otras veces, igual que hoy. A veces, cuando le miro fijamente a los ojos me asusto, pues me parece que dentro de su iris hubiera millares de otros ojos que me están mirando a mi y me da un poco la sensación, de que cada uno de estos puntitos que me miran desde dentro de su iris, es capaz de escudriñar un aspecto de mi vida o de mi entorno, que ni yo conozco. Sin embargo, otras veces me da la sensación de que ni me ve. Como si pudiera detectar el movimiento, las sombras y las luces, pero no entrar en más detalles. Un poco como cuando la abuela decía que solo veía los bultos. 

Te decía que esta mañana le miré fijamente a los ojos, y hoy no pareció tener visión escudriñadora, sino visión de bulto. Y eso que puse empeño en parecer inquisitiva con mi mirada, levantando pausadamente la vista del periódico, por encima de mis gafas y apartando, sin mirarla, la taza de café que podría interferir entre su mirada y la mía. No he vuelto a clavar mis ojos en los suyos en todo el día.

Tomó su leche sin decir nada. Pero yo salí de la cocina porque me incomoda enormemente oírle sorber. Alguna vez he intentado observar la posición de su boca. Me parece imposible tomar así los líquidos, succionando como si tuviera una pajita de refresco integrada a sus propios labios. Pero no logro verla. Nada aparentemente es distinto en su boca a la de los demás mortales. Quizá si me preguntan, diría que sus labios son muy hermosos, carnosos, sonrosados y bien dibujados; por eso me inquieta más su modo de comer. Realmente no ha tomado sólidos desde que está en casa. Un tazón de leche muy dulce es su menú habitual tanto en el desayuno como en la cena. A veces le pongo miel en lugar de azúcar y si me queda un hilito del dulce elemento en el borde del vaso, lo reserva cuidadosamente hasta el final. Cuando ha sorbido el líquido con el extraordinario procedimiento de succión que no logro descifrar y que acabo de contarte, lame del borde del recipiente los restos de miel. Y lo hace también de una manera asombrosa. Mueve la lengua de un lado a otro alternativamente a una velocidad de vértigo, sin que apenas sobresalga unos milímetros de la abertura de sus labios, pero con la precisión suficiente para dejar el vaso limpio. Así toma también algunos sólidos como las frutas, que prefiere del tiempo y muy maduras, por lo que me reservo para mí las frescas. Ha tomado un poco de fiambre y pan, siempre mojado en algo. Aparte de estas cosas no le he visto todavía nunca mover la mandíbula para masticar nada, ni siquiera cuando le dejo, como a escondidas, chicles o caramelos para ver como actúa. Ignora todo alimento que esté envuelto.

Después del desayuno parece trastornarse como si estuviera poseído de una energía sorprendente y no pudiera dejar de moverse de un lado para otro. En la próxima entrevista preguntaré al profesor si puedo ponerle un podómetro, pues creo que en ocasiones camina a más de quince kilómetros por hora. Se mueve de manera imparable de un lugar a otro, por toda la casa. Pero no sigue una rutina fija en sus itinerancias. Diría que va con más frecuencia al cuarto de baño y a la terraza de la cocina. Empiezo a sospechar, pero tengo que constatarlo, que va al baño siempre después de mí, y sobre todo, por escatológico que parezca, siempre después de que yo haya hecho necesidades mayores. Estoy pensando instalar una cámara oculta para ver qué hace allí pues me intrigan tantas entradas y salidas. Pero temo que, si me descubre, se vuelva violento y creo que no está bien vigilarle también en el baño acabando con la poca intimidad que le permito. Lo he anotado para preguntar también al profesor.

Ayer, sin embargo ocurrió algo nuevo en este ir y venir constante. Se quedó quieto, como paralizado al medio día. Luego se alejó del sofá para sentarse en una silla que yo había dejado apartada al lado de la ventana. Me parecía incomprensible que, con ola de calor en toda España, prefiriera pasar la sobremesa recibiendo los rigores del sol sobre su espalda en lugar de disfrutar del aire acondicionado que encendí más horas de lo debido.

Al principio iba descalzo pero ahora ya ha aprendido a andar con zapatillas. Le compré unas de felpa, de esas de andar por casa, aunque a duras penas consigo que se las ponga. Prefiere andar descalzo por la casa y lo hace con una marcha muy peculiar. A veces me parece que danzara, como si en la planta de los pies tuviera almohadillas o algún muelle que le hace encadenar un paso con el siguiente. Sin embargo insisto en que se calce, porque deja en las superficies que pisa, pequeñas manchas de un color pajizo. Seguramente tiene un sudor extraño consecuencia de la medicación que estén probando con él.

También he observado que le gusta caminar sobre objetos y creo que especialmente sobre los que son muy lisos y resbaladizos. Ya lo he visto otras veces pero hoy especialmente, ha pasado un rato intentando caminar sobre la mesa del salón, esa que tiene un cristal grueso encima, debajo del cual dejo a veces las fotos o las notas. A veces pega el pie sobre los cristales de la ventana del balcón, que son muy grandes, o sobre el espejo del pasillo, como si quisiera caminar por ellos. Y en ocasiones tengo la sensación, por extraña que te parezca, de que lo conseguiría si yo no apareciera de repente para impedírselo.

Bueno, ya no te escribo hasta después de la próxima visita al profesor. Me dijo que mi colaboración duraría apenas tres semanas y ya casi he pasado una. La cantidad que va a pagarme por observar y anotar lo que este hombre hace no es nada despreciable, así que seré capaz de sobrevivir a las dos que quedan.

Lo peor es el secretismo con que ha envuelto todo el tema. En otras ocasiones me daba más información sobre el experimento. Cuando yo he participado en la prueba de medicamentos siempre me ha dicho qué se esperaba de ellos y qué efectos adversos podían tener. También cuando he tenido que observar a otros, como cuando estuve casi un año entero yendo al hospital diariamente para ver como jugaban entre sí los dos pequeños siameses que habían sido separados.

Pero esta vez, por no decirme la verdad, me dijo que se trataba de tener en casa a una mosca convertida en hombre. Lo primero que pensé fue en enfadarme por su poca confianza para desvelarme las líneas básicas del estudio o para confesarme que no podía decirlas. Pero después me entró una carcajada de manera que solo acerté a preguntarle si se trataba de una mosca doméstica o del vinagre, y luego él rió también cuando me oyó decir que a lo mejor sería tan solo una mosca cojonera.

Bueno, mamá, tengo que despedirme.

Cuídate mucho y ve preparándolo todo, que en cuanto acabe este trabajo y me lo paguen nos vamos a la playa una semana.

Un abrazo grande, de tu hija que te quiere,

      Narcisa

Reducir los gastos para incrementar los beneficios.

Hemos llegado pronto de la comida.

Ella quería descansar y prepararlo todo antes de la conferencia de apertura de la empresa. Me ha pedido que la acompañe, por precaución, hasta la misma puerta de su habitación. Distinguir cuando mi presencia es necesaria de cuando es inoportuna es una de las tareas difíciles de mi trabajo. Con ella, nunca tengo las claves y atribuyo la decisión que toma a alguna superstición congénita que desconozco. Hoy la he dejado a las cuatro en punto en la puerta de su habitación, sin más instrucción que esperarla en recepción para acompañarla al evento según el plan previsto.

Se ha cerrado la puerta tras de ella y he vuelto por mis pasos.

Al otro lado, en la habitación todo está dispuesto.

El traje reposa en el galán, preparado como si aguardara a que le dieran vida para cumplir un papel importante. Cree que ha elegido bien; el rojo era demasiado llamativo, el gris no parecía un buen presagio y el negro lo reservaba para la cena que seguiría. El estilo marinero era suficientemente elegante sin saturar de formalidad su imagen.

La peluquera había hecho su trabajo, dar vida a una media melena que había dejado de ser canosa por efecto de un tinte mensual que recibía de manera tan sistemática como si se tratara de un medicamento imprescindible.

Reposa en la cama de la habitación de un hotel que diligente y discretamente, su secretario reservó para ella. No duerme. No es momento para hacerlo. Mantiene el cuerpo relajado y la mente activa, revisando uno por uno algunos aspectos del protocolo que no quiere olvidar. Después repasa la lista de asistentes. Algunos se han disculpado, pero aún así espera que el salón esté lleno. Ha reservado unas butacas para sus padres en un lugar discreto. Ya están en la ciudad, pero no los ha visto todavía. Una sobrina se está encargando de ellos, de que se sientan cómodos y no les falte nada. Tendrá que tener un detalle luego con la niña; es una joya, siempre dispuesta a echarle una mano en ocasiones clave.

Ha revisado uno a uno los puntos del discurso, se siente segura con lo que quiere decir y lo que debe no decir. Lo ha escrito ella misma, siempre lo hace. Como siempre, ha dejado leer alguno de los primeros borradores a los asesores, pero nadie conoce el redactado final y será una sorpresa si incorpora alguna de las críticas que estos le hicieron. A veces les molesta este hermetismo, pero han asumido a fuerza de vivirlas, las normas del trabajo.

Ella está preparada. Cree que le ha sobrado tiempo suficiente y desearía empezar ya para terminar pronto.

Por un momento duda de si ha dormido un poco.

El teléfono, un móvil viejo y desfasado que la acompaña desde hace algunos años, ha empezado a sonar en la mesita. Al otro lado, el secretario aguarda ansioso la respuesta. Nunca tarda más de tres o cuatro toques en llegar la respuesta.

Responde.

Definitivamente ha debido de dar alguna cabezada.

Mira la pantalla e identifica el origen. Responde quedamente. Nada importante. Alguien ha mandado unas flores al despacho y, siguiendo sus instrucciones, el secretario fiel lee la nota adjunta desde los varios cientos de kilómetros donde se encuentra. Nada importante, es solo cortesía cuyo agradecimiento delega en su interlocutor. 

Cuelga sin más y empieza a prepararse.

Un vaso de agua fresca, la ducha, el maquillaje, el traje marinero prenda a prenda, un poco de perfume sin hacerlo excesivo, el reloj, la medalla que lleva desde niña, la revisión del bolso, el teléfono móvil, el portafolios, dos copias del discurso, la pluma y unas hojas en blanco, los zapatos que aguardan lustrados al lado de la puerta, ….

Abre decididamente la puerta y se encamina por la misma alfombra roja que un par de horas antes recorrieron jefa y escolta juntos.

Abajo, en un lugar discreto cerca de la recepción le espera el guardaespaldas que no necesita más que una mirada para seguirla de cerca por los pasillos del pequeño hotel de provincias.

 

Oigo el acompasado sonido de sus tacones a pesar de la alfombra.

Último trago de café y me incorporo alisando la americana con la mano y colocando la corbata recta sobre los botones de la camisa. Me toco los bolsillos de manera instintiva para confirmar que en uno está el arma y en el otro el teléfono y las llaves del coche.

Dejan de oírse los pasos y siento su mirada sobre mí. Con ella llega el gesto necesario e iniciamos un desfile ágil y silencioso hacia el salón previsto. Revisamos la estancia el día anterior y quedamos en entrar por la pequeña sala que hay detrás del estrado. Así evitaremos periodistas y curiosos y se dará un efecto sorpresa al aparecer de frente al auditorio cuando estén todos dentro y aguardándola.

Ordenó ayer, en mi presencia, al resto de colaboradores que se mezclaran entre el público. Lo tenía  decidido y fue muy contundente. Quiere obtener con ello información hasta de los murmullos. En el fondo yo creo que pretende evitar compartir atenciones y fotos con algunos rivales escondidos entre los allegados.

Hemos  llegado a la sala sin ningún incidente.

Se amontonan a un lado algunas sillas que no usaron y algunas cajas con copias de folletos que sobraron de otras actuaciones. La espera antes de un acto transcurre siempre en silencio. La observo. Con la mano derecha flexionada hacia el hombro sostiene el bolso con mucha ligereza; mientras, la izquierda agarra con firmeza el portafolio de piel que hoy lleva su futuro. Lo agarra como si  perderlo pudiera suponer el fin de su carrera. Pero yo se que no es por eso, porque conoce una a una las palabras que vienen. Pero nunca se arriesga. El portafolio le añade imagen de firmeza.

Permanezco al lado de la puerta por la que hemos accedido a la pequeña sala y no pierdo detalle de cuanto hay en ella. Tengo que estar especialmente atento a las otras dos puertas. Por una de ellas ha de salir la jefa a cumplir su tarea y yo quedaré en la sombra, sin perderla de vista.

Suena la música.

Sale ella agitando, con una soltura casi ingenua, su media melena de mechas impecables y deja en una silla el bolso de mujer para abrir sobre la mesa el portafolios y sacar, entre aplausos y flashes, solo los folios blancos y la pluma.

Se sienta y espera sonriente a que vuelva el silencio.

Escucha las palabras de su presentador que prometió ser breve; aunque se le hacen largas. Le parece que omite detalles importantes. Ya dirá al secretario que revise las notas de su presentación.

Empieza su discurso.

”Señoras y señores,

He asistido como todos ustedes al cambio de los tiempos y he visto el crecimiento que ha tenido la empresa. No les diré los números que pueden consultar en los archivos. Me interesa llevarles hacia la cualidad de nuestra historia para llegar después a los retos que prepara el futuro.

Para ello, empezaré narrando alguno de los hechos que me han traído hasta aquí y a los que debo el haber adoptado decisiones difíciles a la par que importantes.

Destacaré de ellos que me tocó luchar desde la infancia, porque  todos pensaban que la niña, si no casaba pronto, podría dedicarse al magisterio o a la enfermería, que eran ocupaciones buenas para las mujeres. 

Y la niña, que soy yo, empezó a renegar de ese determinismo y a defender su puesto en otros puestos.

Tengo que agradecer a mis padres, que hoy nos acompañan, que entendieran mi opción y que me hayan acompañado en todas las opciones que vinieron después; aunque implicaran renunciar al descanso y a veces, hasta a la cercanía de su única hija. Hoy, desde mi condición de mujer adulta, entiendo más su apoyo y sus renuncias y quiero, desde esta tarima, agradecerles, más todavía que su presencia aquí, su presencia a mi lado en todas las decisiones de la vida.

Después me fui enredando en un mundo de números y leyes que, permítanme confesarles, es a veces tan aburrido como otras es apasionante.

Ya han oído en mi presentación mucho de esto, pero reseñaré, por la conexión que tiene con el tema que les ha traído aquí, mi temprano acceso a responsabilidades importantes. Gracias a ello he conocido la empresa desde distintas ópticas que hoy me permiten presentar el proyecto para el que quiero pedirles su apoyo”.

Y así, entre alegatos afectivos y argumentos matemáticos, presenta la propuesta de reducir los gastos para incrementar los beneficios.

Al final, como siempre, suenan aplausos.

Para algunos el premio a una mujer que ha tenido el coraje de llevar una empresa hasta ese extremo. Para otros la garantía de un puesto de trabajo. Otros simplemente dan por finalizado el trámite y abandonan la sala discretamente por el fondo.

Uno de ellos, que aplaudió con fervor, se aproxima ahora con paso decidido al estrado que todavía ocupa la conferenciante. La sombra del guardaespaldas lo mira desde los pliegues de la cortina de la pequeña puerta.

¡Hogar, dulce hogar!

Suspense, ¿reto o atrevimiento?

Con el ligero giro de la llave abre la puerta del pequeño estudio que alquilan hace un año. Simultáneamente arroja sus zapatos de tacón hacia dentro de la casa y lanza un suspiro de satisfacción por el final del día. El pasillo deja ver que la luz del fondo está encendida y en la televisión suena el partido. El final del pasillo es casi toda la vivienda. Termina en dos ventanas que miran a la calle y le dan amplitud. No pasa de unos treinta metros cuadrados pero aloja, incluso con cierta coquetería, toda una casa. Es la vivienda que soñaban pese a algún problema con grifos y desagües que a veces la saca de sus casillas. Por otra parte pueden permitirse el alquiler y llegar a fin de mes tranquilamente.

Cierra la puerta y deja el manojo de llaves en el vaciabolsillos de piel que hay en el pequeño estante detrás de ella; empieza a hablar con monotonía y tono alto, indiferente al acto mismo de la escucha del otro.

- He llegado tarde porque al jefe se le ha ocurrido una reunión de última hora. ¿Has cenado? Te traje una pizza a media tarde.

Apenas dos pasos adelante y empuja el tendedero para poder abrir la puerta del servicio.

- Ya sé que el apartamento es pequeño, pero podías esforzarte en mantenerlo recogido. La ropa lleva seca varios días y no te has molestado en recogerla.

Se ha quitado el traje ejecutivo, clásico gris con los ribetes pespunteados que compró en las rebajas. Lo deja en el perchero del pasillo para terminar de cerrarse el albornoz que ha alcanzado extendiendo la mano desde la puerta del baño.

- ¿Has estudiado hoy?

Tan solo un paso más y el pasillo se ensancha para dar lugar  a la cocina sin dejar por ello de seguir siendo pasillo. El monótono relato del partido de fútbol es la única respuesta. Sigue con su discurso que suena a cotidiano:

- Menos mal que he venido sola; le dije a Marta que viniera a tomar algo. No aceptó. Hubiéramos dado mala imagen con este desastre de casa. ¿Por qué no has recogido los restos de tu cena. Voy a ducharme y ya hablaremos.

Vuelve a abrirse la puerta del baño y aparece con el mismo albornoz y una toalla de casi tantos colores como años, liada a la cabeza. Instintivamente vuelve con rapidez al baño y cierra fuerte el grifo de la ducha.

- Deberías llamar a un fontanero que revise los grifos.

Avanza un par de pasos. El televisor muestra ahora la predicción del tiempo: “Cielos despejados en el centro y riesgo de tormentas por la tarde”. No hay nadie en el sofá y se dice a sí misma.

- No está de más que aproveches el tiempo del descanso para tirar la basura, después de toda la tarde vagueando en la casa. 

Retorna  a la cocina para buscar su cena. Aprieta el grifo bien; parece que gotea y le pone nerviosa el soniquete. A veces se produce en el piso de arriba y no queda más remedio que aguantarlo. Pone en una  bandeja los restos de la pizza y una cerveza fría y vuelve hacia el sofá. No necesita hablar pero se está inquietando.

- ¡Qué extraño que te pierdas un minuto de fútbol!

Se reanuda el partido, y salvo por el monótono discurso del locutor deportivo, todo es silencio en torno suyo. Empieza a inquietarse y confiesa en silencio su extrañeza.

- ¿Has ido a por cervezas o me estás vacilando?

Apura su bebida y se levanta mirando de soslayo hacia los lados. Primero no se mueve, como si lo dudara. Tres pasos la llevan de regreso a la cocina para volver, de nuevo silenciosa al salón. Le parece adivinar tras el biombo que sirve de pared al sofá, que hay alguien en la cama. Lentamente se acerca. Apenas dos zancadas de silencio con palabras escritas en su mente que grita de repente:

- Si me estás asustando, te juro que te mato.

Tira del edredón mientras las grita y nadie se levanta.

La camiseta blanca brilla como un insulto encima de las sábanas. La segunda mirada se las muestra manchadas de algo muy rojo y muy oscuro que la asusta y le impide gritar.

Escucha nuevamente el ploc, ploc, y observa en una esquina un charquito de sangre que, al crecer, avanza lentamente de la cama al sofá.