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Autoficción

La "morosa" le saca las perras a Orange.

 Utilizando el titular encontrado en

www.laverdad.es (13.04.11)

Estimado Orange,

Disculpe que me dirija a usted en estos términos,  pero no sé el nombre de la persona a la que debo dirigir mi escrito.

Cuando fui consciente del problema llamé al número de teléfono que indicaba los folletos y hablé con Carla, quien amablemente me pasó con un chico de acento hispano, llamado Richard que me dijo estar comprobando mi expediente. Como la llamada se cortó durante la espera no sé si logró comprobarlo o no.

Unos días después volvía a llamar al mismo número. No debía de estar Carla, porque me atendió Andrea. Yo siempre pensé que Andrea era nombre de chica, pero tenía voz de chico quien me atendía. No me atreví a aclararlo con él y me quedé con la duda de si se trataba de un tema de hormonas, politonos o identidad sexual. En cualquier caso fue amable, y volvió a comprobar mi expediente sin encontrar, por cierto, ninguna referencia a Richard. Me dijo que debería ponerme en contacto con el Departamento de móviles y amablemente me facilitó el número.

Hice la llamada inmediatamente y, después de un rato de música y “todos nuestros operadores están ocupados, permanezca a la escucha”, me atendió Natalia. Por cierto, que como llamo desde un teléfono móvil pude aprovechar para tender una colada mientras así permanecía; sujetar el teléfono entre hombro y oreja solo me produjo un ligero dolor en el cuello que ya se me ha quitado. Le decía que me atendió Natalia, a quien expliqué nuevamente la incidencia. Intentaba contarle también mi trayectoria de llamadas pero no me dejó. No fue maleducada, pero parecía tener peor carácter que los anteriores. En cualquier caso me pareció eficaz pues me dijo que en cuarenta y ocho horas mi solicitud estaría atendida.

Dos días más tarde todo seguía igual. Esperé un tercero que según mis cuentas, aunque nunca las matemáticas han sido mi fuerte, pasaban de las setenta y dos horas de mi conversación con Natalia. Volví a llamar al Departamento de móviles y pregunté directamente por ella. Imposible localizarla. Para mí que ni la conocían, así que volví a contar mi historia a Alejandro y tuve la paciencia de esperar a que mirara en mi expediente si el tema estaba resuelto o por resolver. No encontró nada, pero me dijo amablemente que me pasaba con el Área de clientes. De nuevo música y espera, y otra vez la misma sintonía de clásico electrónico que no me gusta nada. Me permito sugerirle que varíen la programación de la espera; se hace aburridísimo escuchar la misma pieza siempre. ¿Ha pensado que conectar con KissFM o Cadena Dial, sería más entretenido para sus clientes?

Sigo contándole. En el Área de clientes  Juan, que tanto podría ser hispano como andaluz o canario, me informó de que debía, al hacer la primera solicitud de rescisión del contrato, haber remitido copia de la última factura y del contrato original. Me ofrecí a enviárselas ahora pero amablemente, aunque hablando más rápido de lo que yo podía escuchar sin esfuerzo, me indicó que había superado el tiempo permitido para ello y, por lo tanto, tenía la obligación contraída con la empresa de abonar las facturas e iniciar de nuevo el procedimiento mediante una solicitud en forma. Para entonces yo iba tomando nota de lo que me decía y, pese a la velocidad de su verbo, creo estar reproduciendo sus palabras casi al pie de la letra.

No sé si en mi silencio o en mi posterior respuesta debió notar mi enfado. Solo me dio tiempo a decir, después de un suspiro que yo creí de resignación, que preguntaría en la Oficina de consumo. Directamente me pasó con Grandes clientes, y me sorprendí al no volver a escuchar la música entre clásica y metálica a la que ya me estaba acostumbrando. En unos segundos estaba hablando con Andrés Sánchez. Dudé si tutearle, porque era el único con apellido, de todos los trabajadores de la empresa con quienes había hablado hasta el momento. No tuve que contarle mi problema. Creo que tenía delante mi expediente; o a Juan al lado para irle contando. En cualquier caso se ofreció, de inmediato y de motu propio, a enviar a un representante de la compañía para aclarar el tema y hacer cualquier gestión directamente conmigo en mi domicilio.

Dos días después pasó lo que ya sabe. Un asesor comercial llamado Esteban se presentó en mi casa. Parecía agradable y comprensivo, pero llegados al tema del pago de los recibos no fue nada tolerante. Empezó a hablar de números y cláusulas, de las obligaciones contraídas, de facilidades de pago a bajo interés, …

Yo solo quise asustarle un poco para que se marchara y me dejara tiempo para pensar qué hacer. Las perras estaban en el patio. Habían ladrado un poco y no habían salido al campo desde el día anterior. Tan pronto abrí la puerta se echaron sobre Esteban. No son violentas y apenas le mordieron, solo le hicieron algún rasguño y los moratones del golpe de caer. En cuanto yo silbé volvieron al patio y él se marcho corriendo y asustado sin tomar ni siquiera el vaso de agua que le ofrecí para el susto.

Me ha dicho mi abogado que, si pido disculpas, todo este lío terminará pronto. Por eso es que le escribo. Por cierto, ya no quiero reclamar. Pagaré las facturas pendientes como pueda, aunque son malos tiempos para los despilfarros, pero me da igual si no me dan línea nunca ni me envían los regalos que me ofrecían.

Acepte mis disculpas y delas de mi parte a Carla, Richard, Andrea, Natalia, Alejandro, Juan, Andrés Sánchez y a Esteban; especialmente a Esteban por lo de las perras.

Atentamente,

“La Morosa”

Anuncio por palabras.

Se busca inspiración para "Obras Completas". Se valora rapidez en llegar y tardanza en marcharse. Se recompensará con participación en Derechos de autor. Garantía de discreción.

Contacto en "ponteAescribir".

Ramón y el resto.

Podéis entreteneros en buscar el "acróstico escondido".

La reunión era discreta. Ricardo era el referente y los había convocado en la barra de un bar. No era el sitio habitual, era un pequeño restaurante alejado de la oficina. Antonio, Manuel, Olga, Nuria y Ramón llevaban un rato charlando animadamente cuando él se ha incorporado. Hablaban de cosas intrascendentes, sin evitar alguna referencia a la situación de la empresa; diálogos cruzados poco comprometidos. Ha pedido una cerveza y se ha unido a la conversación. Enseguida ha invitado a todos a sentarse en una mesa alejada de la barra.

De camino hacia la mesa, con toda normalidad, ha iniciado el tema. “Ramón, por el momento, …

Por el momento ..., Ramón era un compañero más. Antonio y él habían coincidido en el pasado en algunas tareas y cree que las resolvieron bien. Ahora las recuerda. Tampoco habían intimado, pero habían sabido estar cada vez que se encontraban. Tuvieron alguna discrepancia que en ocasiones se había resuelto a favor suyo, y en otras de acuerdo con el criterio de Ramón. Le ha sorprendido que Ricardo los convocara fuera del despacho, pero debe tratarse de alguna nueva gestión que quiere mantener un poco en secreto; quizá algún cambio en la organización, o algún nuevo programa que requiere de un cambio de estrategia. No le importa, sea lo que sea cree que podrán hacerlo con tal que se organicen bien.  En estas cosas Antonio siempre se ha fiado de Ricardo; no cree que sea mal jefe. Será imprescindible que cada uno haga bien su parte. No tiene por qué dudar del resto de los convocados, tampoco de Ramón, pero cree que el compromiso debe quedar claro desde el principio. Si Manuel no lo decía se encargaría él mismo de hacerlo.

Por el momento ..., Ramón era solo un aspirante al puesto de dirección. Eso pensó Manuel. Lo había pensado desde el principio, eran los primeros que habían llegado a la cita y no habían tenido más remedio que hablar un rato. Manuel lo tenía claro, Ramón era un trepa. Pero no lo pensaba solo ahora, Manuel siempre había pensado que tenía aspiraciones. Lo pensó el día que se incorporó a la empresa, con su imagen impecable y sus buenas palabras. Detrás de su cortesía y su dedicación solo había pretensiones ocultas. Lo había sabido desde el principio. Además, una vez que lo conocías, ya no parecía tan inteligente ni tan capacitado como al principio. Tampoco era tan atractivo. Era solo cuestión de imagen y eso cualquiera de ellos podría superarlo con un poco de empeño. Quizá debería aliarse con Olga; juntos serían la mejor opción para la empresa.

Por el momento ..., Ramón era un hombre casado. Olga lo sabía desde el principio y nunca le había pedido otra cosa. No recuerda cuando empezó todo. Debió de ser a partir de un proyecto complicado que les tocó compartir. Fueron muchas horas de trabajo intenso, y algunos viajes. Recuerda haberlo admirado desde el principio, por su dedicación y su cortesía; y por dar siempre con la palabra y el tono adecuado.  A veces la sacaba de sus casillas. Sobre todo cuando mostraba esos episodios intermitentes de frialdad hacia ella sin razón alguna. No por el aparente distanciamiento, que podía llegar a entender, sino por cómo era capaz de mostrarse normal en todo lo demás. Sin embargo lo seguía admirando, y tenía una disposición inevitable a ayudarle en sus tareas y a defender sus mismos argumentos. Al contrario que Nuria, con Nuria parecía tener siempre un motivo de discordia.  

Por el momento ..., Ramón era el más inexperto. Nuria lo veía así. Demasiado inexperto para dejarlo solo. Demasiado inexperto para tomar decisiones. Y hasta demasiado inexperto para mostrarse siempre tan seguro como parecía. Su poca experiencia podía poner en peligro el éxito de la tarea que fueran a iniciar. Además algunos se dejaban llevar por sus opiniones y perdían de vista el criterio que durante años había funcionado.  Algunas de las chicas sestaban deslumbradas por él, y eso podía ser un serio riesgo para el trabajo. No era solo una cuestión de edad, era más bien de tiempo dedicado a la compañía y de experiencias vividas en ella. Ricardo no debía haberlo convocado.

Se habían sentado. Ramón había quedado, casualmente, entre las chicas y enfrente de Ricardo. Cada uno había traído, desde la barra, su pensamiento y su cerveza. El camarero les había seguido con unas raciones para acompañarlas. Tan pronto como se hubo alejado, Ricardo retomó el discurso:

Como os decía, Ramón por el momento, ... ”.

Cartografía.

Brillaba el sol y eso hacía aún más dificil el día de invierno. Los dos, antiguos camaradas, habían establecido la fecha tiempo atrás; el segundo domingo de enero volverían al lugar en el que había empezado la lucha.

La casa era grande y, aunque ahora estaba deshabitada, allí habían visto nacer el sindicato. Recordaban como lo habían organizado todo.

Tenian previsto crear cuatro comandos, pero decidieron finalmente añadir uno más. Solo asi podrían estar seguros de que abarcarian toda la ciudad. Lo previsto era que cada grupo se desplazara, por sus medios y con el mayor sigilio, a un extremo de la ciudad. Una vez alli depositarian las octavillas en los lugares mas insospechados y pegarían los carteles en los mas visibles.

Cuando amaneciera la consigna se habria extendido como el viento y solo quedaba esperar a la reacción del pueblo.

Inicio de vacaciones.

 

Creo que escribí este texto en Agosto del 2006, y creo que se publicó también en el especial de Feria de Tomelloso del LANZA del mismo año.

Creo que no hemos superado el miedo, aunque me gustaría que me convenciérais de lo contrario.

 

Hemos construido el monstruo, pero...

 ¿lograremos superar el miedo?

Los extranjeros me habían llamado la atención en el aparcamiento, pero no pensé que iba a dedicar más tiempo a ellos. Toda mi mente estaba concentrada en una única actividad: las merecidas vacaciones que iniciaba, por primera vez en mi vida, en solitario, con la única intención de telefonear, sólo si me lo pedía el cuerpo, a una amiga a quien no había visto durante los últimos diez años.  

Había reservado el vuelo por mi cuenta. Internet se había convertido en un aliado imprescindible, y a pesar de que siempre había tasas que sumar, extras ineludibles no incluidos en el precio inicial, el resultante siempre merecía la pena con respecto a los precios ofrecidos por las agencias a las que me había acercado a preguntar. Dos o tres habían sido suficientes. Años atrás visitaba una por una todas las agencias del pueblo en busca de la mejor oferta; mejor en precio, horarios, extras incluidos,…. Recordaba cuando hace años gestioné mi primer vuelo, entonces por estudios, y tuve que ir a la capital en busca de una agencia de viajes. Definitivamente todos, personas y pueblos habíamos cambiado mucho. Ahora, éramos tantos los que teníamos necesidad de viajar que las agencias de viaje, junto con las de cambio de divisas y las inmobiliarias, parecían ser un negocio seguro a juzgar por la cantidad de nuevas oficinas que se habían abierto.

Había mirado unas rutas por el centro de Europa: Polonia sonaba un poco lejos, Rumania no inspiraba toda la confianza que un viaje en solitario me exigía, Chequia y Hungría eran demasiado desconocidas, nunca había conocido a nadie de estos países en primera persona, Alemania apareció como un destino apetecible. Sí, definitivamente Alemania sería el país elegido. Conservaba un contacto allí de tiempos de estudiante reducido a una felicitación navideña todos los años y alguna carta,  entre felicitación y felicitación, de vez en cuando. Podría quedar unos días con ella y el resto buscar una opción semiorganizada para conocer Alemania.

Así lo hice y todo estaba organizado. Madrid – Berlín a media mañana. Llegada a Berlín tras algo más de tres horas de vuelo para gastar casi dos días de independencia viajera deambulando por la ciudad. Llevaba alguna guía y un montón de información impresa a partir de varias horas de navegación digital. Como siempre, para reducir el volumen, lo había impreso en letra pequeña con escaso margen y el espacio de interlineado reducido al mínimo, nunca sé si por tacañería o por exceso de celo medioambiental. Al tercer día me uniría, durante seis días, a un tour por algunas ciudades. Hamburgo, Nuremberg, Colonia y Rostock eran suficiente iniciación para alguien que las desconoce todas. Para finalizar había reservado dos días más de descanso antes de emprender el regreso. Probablemente en esos dos días visitaría a Stephanie, aunque siempre quedaba la posibilidad de llamarla antes, o de no hacerlo.

Había tomado tiempo suficiente para dejar el coche en el aparcamiento de larga estancia. Llegué con casi tres horas de antelación para mi vuelo.

Todo estaba previsto para no agobiarse. Me puse en la cola para facturar el equipaje no sin antes comprobar que en el neceser reservado como equipaje de mano estaba todo lo imprescindible ante una eventual pérdida de la maleta. Había facturado sin problemas y logrado un asiento de ventanilla. Dudé si dirigirme hacia el embarque ya o comprar un periódico antes y dar una vuelta.

De nuevo los chicos del aparcamiento. Estaban sentados en una de las zonas wi-fi.  Me habían llamado la atención antes, pero ahora, desde la mesa de cafetería donde estaba podía observarlos mejor. ¿Por qué me habían llamado la atención? En una zona tan multicultural como el aeropuerto no era extraño encontrar extranjeros, gente diferente, de cualquier color, o raza o con atuendos y vestimentas sorprendentes.

Eran tres. Uno de ellos podría ser español: cabello moreno, corto, y tez clara. Al verles por primera vez había tomado a los otros dos por marroquíes, pero no, no tenían bigote ni ese aspecto peculiar aunque difícil de definir de los marroquíes. Además había leído y oído muchas veces que los marroquíes viajaban sobre todo por carretera, con los coches cargados hasta los topes y agrupados en una especie de caravana familiar. Quizá fueran pakistaníes aunque llevaban el cabello demasiado corto y arreglado. Probablemente se trataba de rumanos, gitanos rumanos, el color de su piel estaba unos tonos por encima de la media española. Pero sus ropas eran modernas y bien coordinadas, no podían ser rumanos y mucho menos gitanos. Probablemente eran hermanos porque se asemejaban bastante. Uno un poco más alto y más delgado. En realidad era el más alto de los tres. Quizá no eran hermanos y sus rasgos de extranjeros me confundían. Me pasa, como a casi todos, con los chinos, me parecen copias idénticas unos de otros. Era una tontería seguir imaginando. Era evidente que eran extranjeros, de eso no me cabía la menor duda.

Ellos consultaban algo animadamente en su portátil y yo volví a leer mi periódico, más como un premio de relax vacacional que con verdadero interés por la actualidad. Cuando llegué a la última página, sin haber leído las anteriores, apuré el último trago de mi cerveza y decidí acercarme hacia el embarque.

Por precaución y para evitar que nada llamara la atención puse todo lo metálico que llevaba encima en una bandeja del control. Me quité incluso el reloj, los pendientes y el cinturón y vacié mis bolsillos, apenas unas monedas y unas llaves. El móvil y la cámara de fotos iban en el bolso. No tenía por qué haber ningún problema. Sin embargo aquel túnel de plástico y luces empezó a emitir un pitido intermitente. Había olvidado algo que de repente me convertía en sospechosa, pero ante la sorpresa no podía adivinar qué. Dos policías se me acercaron y uno de ellos, de sexo femenino por mi seguridad, aunque me resultara más atractivo el caballero, empezó a cachearme mientras me preguntaba qué llevaba que podría causar tal estruendo. No sabía responder, hasta que el compañero le hizo un gesto indicando mi cabeza. Las gafas de sol en su función de diadema habían podido ser la causa. Volví atrás, las coloqué sobre el túnel misterioso que examina todo, observé durante unos segundos como se perdían detrás de la cortina de plástico negro y volví a pasar bajo el mismo arco cruzando los dedos para que nada volviera a sonar. No sé si fue la ausencia de mis gafas o los dedos cruzados, pero hubo suerte y recogí mis cosas que habían ido quedando arrinconadas a medida que otros viajeros, probablemente menos sospechosos, iban pasando.

Me tomé unos segundos. No estaba dispuesta a que nada perturbara la tranquilidad con que había iniciado mis vacaciones. Respirando hondo y con tranquilidad fui poniéndome el reloj, los pendientes, devolví las monedas las llaves al bolsillo y dudé si conservar las gafas en la cabeza o guardarlas en su estuche en el bolso. Me las colgué en el cuello de la camisa como solución transitoria.

Tenía que buscar la puerta A-45, aunque aún quedaban unos 40 minutos para el embarque. No resultó difícil y encontré unos asientos libres que me permitían, sin estar demasiado cerca, ver cuando se iniciaba el embarque y como se desarrollaba todo en la cola para ello. No tenía intención de estar de pié, esperando mi turno entre viajeros impacientes y oliendo el sobaco a desconocidos. Después de todo, los asientos estaban numerados y nadie iba a ocupar el mío. Tampoco tenía ningún interés en coger periódico al subir al avión.

Saqué mi libro e intenté iniciar un rato de lectura. Había decidido traer “Memorias de una Geisha” en inglés para leerlo con calma. Me había gustado mucho la película y una compañera me lo había regalado para ayudarme a refrescar el idioma que tenía perdido por el desuso y las mil otras cosas que habían ido llenando mis neuronas. Apenas leí dos páginas, pero no lograba concentrarme.

Una jovencita que viajaba sola se sentó a mi lado me distrajo. Sin duda era americana. Lo deduje por el sonido que emitía al masticar el chicle, por su camiseta con una enorme bandera estampada en el pecho y por la botella de Coca – Cola empezada que llevaba en la mano. Además leía una revista en inglés. Sin esas pistas habría dicho que era una estudiante alemana volviendo a casa, pero debía ser americana sin duda.

Una familia japonesa estaba sentada frente a mí. Podrían haber sido chinos, pero les supuse japoneses por la cantidad de aparatos electrónicos que llevaban a la vista: dos cámaras de fotos, una de video, algunos juegos, auriculares y una mini radio. Se habían sentado en una extraña posición dando la espalda a la puerta de embarque. Los dos niños parecían nerviosos o cansados. Tendrían unos seis y ocho años y pedían a su padre cosas en un idioma incomprensible, pero al que éste respondía dándoles objetos para entretenerlos. Primero dio un coche de juguete al mayor y una bolsa de chucherías al pequeño. En unos segundos y alertado por los gritos del primero, recogió el coche y sacó más chucherías a las que siguieron unos juguetes electrónicos que les mantuvieron en silencio durante un rato. La madre acunaba a un bebé y simplemente asentía.

Extraña casualidad, observando a todos descubrí que estaban allí de nuevo los tres amigos extranjeros que parecían haberme seguido desde mi llegada a Barajas. Sería curioso que fuéramos a viajar en el mismo avión después de varias coincidencias por la enorme Terminal 4. Tendría gracia que llegáramos a ocupar asientos contiguos. 

Sin embargo, mas que gracia un nuevo sentimiento de intranquilidad me asaltó. ¿Por qué no estaban los tres juntos haciendo cola o en algunos de los asientos libres? El de aspecto más occidental se había colocado en la fila, posiblemente con intención de embarcar antes. Llevaba el portátil que antes habían compartido. El maletín de nylon negro se delataba como contenedor, sin  duda, del pequeño ordenador. Los otros dos, los extranjeros, se habían sentado por separado. El más alto, cerca de la azafata que recogía tarjetas y revisaba documentación; el otro, apenas a unas butacas de la chica americana. Hablaba por el móvil sin descanso haciendo y recibiendo llamadas breves. Intenté escuchar, quizá se despedía de familiares y amigos o avisaba a otros de su llegada. No entendí ni una palabra. No era español ni inglés y no me pareció francés, aunque  mis conocimientos de este idioma eran prácticamente nulos, pese a haberlo estudiado con buena nota durante tres años. Debía ser algún dialecto árabe u oriental que llegó a incomodarme, no sé si por su origen o por mi desconocimiento.

Volví a mi libro. No me había enterado de nada así que tendría que empezarlo de nuevo por el principio y repetir las dos páginas, pero me tranquilizaría. Después de todo estaba de vacaciones y no iba a permitir que ningún temor injustificado o fobia nueva me las estropeara. El marcador de lectura se me había caído y no quería perderlo. Era un clip de fina lámina de acero inoxidable con un leve grabado cervantino. Había sido un obsequio durante un Congreso y aunque no era mucho su valor, pero formaba parte de mis pequeños tesoros. Me agache a recogerlo y mis ojos saltaron rápidamente del brillo del acero al gris de una mochila. Estaba a los pies del extranjero que seguía hablando precipitadamente por teléfono. Había visto esa mochila antes. En el aparcamiento, cuando los vi por primera vez, estaban metiendo pequeños paquetes en tres mochilas. Había pensado que eran bocadillos, pero … y si no lo eran.

Mi vista y mi mente actuaron rápidamente. El otro moreno tenía una mochila semejante a sus pies, y se disponía a cogerla y ponerse en la fila del embarque que ahora avanzaba con fluidez. El primero, el de aspecto occidental que llevaba el portátil, ya había embarcado, no recuerdo si llevaba otra mochila o no.

¿Por qué, si viajaban juntos, no estaban juntos en la fila? ¿Tenían algún interés en aparentar que no se conocían? ¿Qué habían repartido en las mochilas, que no trajeran colocado de casa? ¿Por qué tanto uso del teléfono justo antes de embarcar?  Yo estaba acostumbrada a viajar y había estado en muchos aeropuertos. No era posible que, de repente, tuviera miedo sin una causa justificada. Había oído en la televisión muchas veces de la importancia de la colaboración ciudadana para evitar desgracias. ¿Debía avisar a la policía?

¿Y si simplemente abandonara la idea de iniciar las vacaciones?

Viernes.

Acabo de llegar, viernes por la tarde y la jornada laboral se ha prolongado. Debería estar prohibido tener que trabajar después del medio día. Durante toda la semana he cumplido con mis funciones: el horario a rajatabla, los documentos actualizados y ordenados, el despacho impecable, el ordenador actualizado, … Y llega el viernes y, porque Juan ha cometido un error en la base de datos, nos toca revisar todo a todos. Debería estar prohibido, sin más. Ya llegará el lunes para revisar las incidencias con mentes frescas y descansadas.

Tengo más de treinta años. He trabajado lo suficiente como para tener experiencia y que se me valore. Sé todo de mi oficio. Pero un hombre de mi edad con prestigio alcanzado quiere disponer de su tiempo y de su vida. Bueno, quizá debería hablar en plural. Tengo mis vidas; la laboral es una, pero la familiar es otra y el ocio otra. Las comparto, pero ¡que nadie me las mezcle que me enfado! Las vidas, como un despacho o un escritorio que se precie deben estar en orden.

En cualquier caso ya ha llegado el fin de semana. Debo recuperar el tiempo perdido y cambiar el traje de trabajo por el traje de golf para mañana. Una persona respetable no solo ha de serlo, sino de parecerlo, en cualquiera de sus vidas. El Emilio Tucci y la corbata descansarán en el galán del dormitorio hasta el lunes. La elegancia  de Dior me vestirá mañana; blanco impoluto y pequeños detalles de color en los guantes, las medias, las gafas y la gorra. La etiqueta discreta pero clara. Entretanto el batín de seda y un rato en el salón me vendrán bien. Juan ya estará en pijama. Me parece imposible que un director de marketing pase en pijama un solo minuto en que no está dormido.

Mañana una mejor rutina. El reloj sonará media hora mas tarde que los días de trabajo. Me levantaré rápido. No entiendo que pueda haber quien se quede en la cama después del timbre del despertador. La cafetera, permanentemente programada, me tendrá preparado el café. Y el desayuno, metódico, ordenado y saludable, será el inicio del día. Siempre tomo tostadas y una fruta.

Jugaré al golf con Rafa. Todos los sábados lo hacemos aunque  a veces  he pensado buscarme un grupo serio. Rafa es un poco ácrata y consigue sacarme de mis casillas. Es increible que siga trayendo a sus hijos de cuando en cuando, a las clases de golf. Los niños interfieren en las clases y ni aprenden ni dejan. No se puede ejercer de padre y jugar al golf al mismo tiempo. Son dos vidas. Ya debería haberse dado cuenta Rafa y mantenerlas separadas. No es bueno poner las cosas de mayores en mundos de pequeños; ni a la inversa. Igual en el último minuto decide no venir. No me sorprendería pues más de una vez me la ha jugado.

Pone cualquier excusa y me deja plantado:

-“Que nos llamó mi suegra para ir a comer al campo”. Y dio al traste con todo lo programado para el fin de semana. Debe de esperar una herencia sabrosa si cambia compromisos y citas habituales con una simple llamada de teléfono.

Es peor todavía como luego lo cuenta:

-“Íbamos a Toledo a cenar con mis cuñados, pero al pasar por Mora decidimos subir a visitar el Castillo. Lo llaman de Peñas Negras, pero no logramos adivinar porqué. Tuvimos que salir de la ruta en la carretera de Tembleque, y luego regresar. Pero valió la pena. Ya os mostraré las fotos que hicimos allí arriba”.

Siempre hay fotos de sitios ni previstos ni datados de las que está orgulloso.  Debería darse cuenta que muestra su incultura y su poco rigor. Un hombre de su edad, si fuera un hombre serio, dejaría la visita para otra ocasión. Y se tomaría el tiempo de prepararla y conocer su historia, y las distancias, y el tiempo necesario.

Pero Rafa es así, bastante poco serio. Le esperaré mañana solo lo razonable y si a la hora prevista ni llega ni ha llamado, me marcharé a jugar al golf yo solo.

No tengo muchos planes para el fin de semana. Creo que no me importa. Salvo que la película del sábado en la noche sea de nuevo una reposición. Podría pasar por el video club a la vuelta y tener alguna peli en reserva por si acaso.

No he quedado con nadie para salir de copas, así que no saldré, me lo agradecerá el hígado. Solo tomo una copa cuando estoy fuera. Nunca lo hago en mi casa. Me suena un poco estúpido prepararme un gin-tonic para tomarlo en la soledad de mi sofá. Parece ser de alcohólicos y yo no tengo esos problemas. Puedo tomar una copa de más en una noche loca, o un whisky inadecuado después de una reunión de trabajo. Pero a mi edad no puedo decir que no a esas cosas y parecer pazguato. Tampoco soy de esos que beben con cualquiera.

Silvia, la secretaria, si es un poco de esas. ¡Y hasta presume de ello!

-“Salí con dos amigas a la Plaza Mayor, y terminé pagando unas cervezas al ex de Susana que pasó por allí”

¿Y qué hizo con las amigas? Eso tampoco es serio. Si estás con una gente pues te debes a ella y no es cuestión de ir de flor en flor con unos y con otros. ¿Y si entre ellos no se hablan? ¿Y si no se caen bien? Pues saludas y punto. Estás con tus amigas y ya quedarás otro día con el ex de Susana, con tiempo suficiente. No es de buen estilo ir mezclando amistades, obliga a mezclar temas y puede crear conflictos. Adultos responsables como nosotros somos debieran evitarlo. Silvia debería darse cuenta sola. Yo no le diré nada pues pudiera enfadarse, pero se comporta a veces de manera infantil e irresponsable. 

Voy a apagar el móvil. No quiero que perturben el descanso del viernes. Es mi vida privada y debo respetarla. En cuanto den las once tengo que irme a dormir. Me he ido a dormir a esa hora todas las noches durante muchos años. Creo que desde que conseguí el trabajo. No cambiaré ahora mi bioritmo; tampoco es necesario.

Jerónimo (II).

Jerónimo (II).

¡Qué suerte que has querido salir conmigo! Pensé que iba a disuadirte la amenaza de lluvia y que tendría que pasear sola. No me importa, estoy acostumbrada a hacerlo, pero siempre es mejor pasear en compañía. Es curioso ver como mantienes tu imagen. Yo sin embargo, hoy voy disfrazada de nadie, con mis viejos vaqueros y las zapatillas gastadas.

Tengo que agradecerte tu compañía. Nunca te has quejado de mi abandono, ni tampoco de mi reencuentro.

¿Recuerdas cuando nos conocimos? Yo cumplía quince años  y mis tías te trajeron de sus continuos viajes por mercadillos de la costa. La venta de piel era su trabajo, y casi su vida, y en ella te encontraron. Tú quizá sepas por qué te eligieron. Yo nunca supe si lo hicieron porque eras el último grito o porque te ibas quedando desfasado entre nuevas modas. El caso es que desde entonces has sido mío, mi fiel Jerónimo.

Debemos caminar rápido, porque aunque todavía no llueve, el viento es fresco. Agradezco caminar rápido para mantener el calor. Quizá no debimos salir. ¿Tú qué piensas? Has visto muchas lluvias y creo que no te importará si hoy, conforme a los pronósticos, nos toca mojarnos. Bueno, igual incluso lo agradeces, porque el otoño es tu estación; tienes ese color ocre de las hojas secas y el tacto cálido, pero sin agobios, de la piel. Y hoy es otoño y quizá haya sido el mejor momento para devolverte a la vida. Eres además una cómoda compañía, tu forma rectangular te hace cómodo en bandolera.

¿Qué pensaría Alicia si nos viera? Eres un poco hippie y ella siempre dice que no me pegas. Siempre lo ha dicho y, aunque es curioso, ha tenido en mí un efecto y el contrario. ¿Crees que soy poco estable? A veces ese comentario me ha hecho devolverte al fondo del armario o al olvido del perchero. Sin embargo, en otras ocasiones, la misma afirmación me ha ayudado a afirmarme y mantenerte como compañero invariable. Hubo una temporada en que te saqué a diario, ¿te acuerdas? Creo que estaba en plena crisis de los treinta (está bien tener una crisis al menos en cada década). Había empezado a trabajar en un puesto “importante” y eras casi mi único enlace con el pasado; como si el ascenso laboral me alejara de mi vida anterior y te necesitara de puente. ¿Te he dado las gracias por hacerlo? Quizá fueron solo tonterías y te asumí como compañero por tu forma de saco informe, con flecos a los lados y costuras vistas, solo como pequeña excusa de chica esnob.

Sin embargo has sido compañero imprescindible en multitud de viajes. Vamos a recordar algunos.

¿Te acuerdas de mi regreso de Escocia, después de un año de becaria? Venías  lleno de chocolatinas y jabones para aliviar de peso el equipaje. ¿Y cuando volvíamos  de un puente en Dublín, con tostadas, fiambre y manzanas para todo el grupo? No habría pasado nada si además no me hubiera dejado la navaja dentro, pero ¿cómo íbamos a partir el salchichón sin navaja? Te metí en un buen lío. A la mujer policía del control del aeropuerto no le hizo mucha gracia y amenazó con detenerme a mí y destruirte a tí. Se quedó con todo el embutido y la navaja, pero te devolvió a mis brazos y el resto del grupo celebró tu liberación, la liberación de Jerónimo. Creo que es la vez que más cerca estuve de perderte. También hemos estado juntos en Estambul, en Barcelona y en París. No te llevé a Nueva York porque la mochila de Coronel Tapioca se me antojó más útil. Espero que no me lo tengas en cuenta.

Me pregunto cual ha sido tu última salida, antes de la de hoy, que casi está acabando.  Veo que conservas una pegatina en el asa, que he llevado cruzad en bandolera durante todo el paseo. Me identifica como interventora en mesa electoral hace dos elecciones generales, así que, si el cálculo es correcto, debe hacer siete años de tu última excursión. ¡Cómo ha pasado el tiempo! Iba a quitártela, pero si la has llevado desde entonces no debe hacerte daño. Mejor espero a que el tiempo la elimine o la sustituya.  Creo que te llevé también al hospital cuando nació María, pero entonces no te dejaron ninguna marca.

No sé cuando volveremos a salir juntos.

Voy a dejarte, por si acaso, reposando en el perchero del vestíbulo. Quien sabe si el último gran jefe apache, retratado sobre la piel de tu solapa, vigilará la entrada.

Jerónimo.

Jerónimo.

Me he colgado el bolso y he salido a pasear. No me importa la lluvia que pueda caer. Tenía necesidad de un largo paseo disfrazada de nadie, así que, los viejos vaqueros y las deportivas gastadas me han parecido indumentaria suficiente.  Además hacÍa mucho que no sacaba a pasear a Jerónimo y debía de estar haciéndosele insoportable la larga estancia al fondo del armario.

Nunca se ha quejado de mi abandono; ni tampoco de mi reencuentro.

Nos conocimos cuando yo cumplía quince años. Mis tías andaban en el negocio de la piel cuando el turismo lo era todo para la costa levantina. Vendían abrigos, bolsos, carteras, cinturones, … todo lo que el bolsillo de cualquier turista europeo podría pagar. Del camión, que cada día convertían en una tienda ambulante en los mercadillos de la costa, rescataron a Jerónimo para hacerlo mío. Nunca supe si lo escogieron por ser el último grito o por irse quedando desfasado entre nuevas modas.

Todavía no llueve, pero el viento es fresco y se agradece caminar rápido para mantener el calor. Quizá no debí salir. Ha visto Jerónimo muchas lluvias y no le importará si hoy, conforme a los pronósticos, le tocara mojarse. Bueno en realidad quizá incluso lo agradezca, porque es un bolso de otoño; tiene ese color ocre de las hojas secas y el tacto cálido, pero sin agobios, de la piel. Y hoy es otoño y el mejor momento para devolverlo a la vida. Su forma rectangular lo hace cómodo en bandolera.

Es un poco hippie y Alicia dice que no me pega. Siempre lo ha dicho y, aunque es curioso, ha tenido en mí un efecto y el contrario. ¿Por qué seré tan poco estable? A veces ese comentario me ha hecho devolver a Jerónimo al fondo del armario o al olvido del perchero. Sin embargo, en otras ocasiones, la misma afirmación me ha ayudado a afirmarme y mantenerlo como compañero invariable. Hubo una temporada en que lo saqué a diario. Creo que estaba en plena crisis de los treinta (está bien tener una crisis al menos en cada década). Había empezado a trabajar en un puesto “importante” y Jerónimo era mi enlace con el pasado; como si el ascenso laboral me alejara de mi vida anterior y necesitara a Jerónimo de puente. Quizá fueron solo tonterías y este bolso de saco, informe, con flecos a los lados y costuras vistas, ha sido solo una pequeña excusa de chica esnob.

Sin embargo ha sido compañero imprescindible en multitud de viajes.

Lo recuerdo a mi regreso de Escocia, después de un año de becaria, lleno de chocolatinas y jabones para aliviar de peso el equipaje. O a la vuelta de un puente en Dublín, con tostadas, fiambre y manzanas para todo el grupo. No habría pasado nada si además no hubiera dejado la navaja dentro, pero ¿cómo íbamos a partir el salchichón sin navaja? A la mujer policía del control del aeropuerto no le hizo mucha gracia y amenazó con detenerme. Se quedó con todo el embutido y la navaja, pero me devolvió a Jerónimo. Creo que es la vez que más cerca estuve de perderlo. También ha estado conmigo en Estambul, en Barcelona y en París. No lo llevé a Nueva York porque la mochila de Coronel Tapioca se me antojó más útil. Espero que no me lo tenga en cuenta.

Me pregunto cual ha sido su última salida, antes de la de hoy, que casi está acabando.  Conserva una pegatina en el asa, que llevo en bandolera en mi paseo. Me identifica como interventora en mesa electoral hace dos elecciones generales, así que, si el cálculo es correcto, debe hacer siete años de su última excursión. Iba a quitársela, pero si la ha llevado desde entonces no debe hacerle daño. Mejor espero a que el tiempo la elimine o la sustituya.  Creo que lo llevé al hospital cuando nació María, pero no le dejaron ninguna marca.

No sé cuando volveré a sacarlo. Voy a dejarlo, por si acaso, reposando en el perchero el vestíbulo. Quien sabe si el último gran jefe apache, retratado sobre la piel de la solapa, vigilará la entrada.

La última visita.

La leche vendida a granel en la vaquería era solo una excusa. Nunca bebió esa leche, ni cocinó con ella, ni la dio a ningún pobre o hambriento. Sin embargo, cada día se vestía y se peinaba metódicamente para ir a buscarla. Todo el cuidado en los bucles de su pelo. Un lazo de color al cuello o en la trenza, un poco hueca, que dejaba caer sobre su hombro derecho. La medalla con las iniciales en el cuello, asomando como casualmente, pero dejando ver las iniciales grabadas, años atrás, sobre el oro. Los zapatos lustrados. Las medias rectas. Chal, chaqueta o abrigo según el calendario. El ritual tocaba también a la lechera, enjuagada, escurrida y secada con un trapo de hilo. Con paso decidido pero ritmo pausado recorría, trescientos sesenta y cinco días al año, el camino entre su casa y la vaquería.

En silencio, ese último día, preparó la lechera, se vistió, se enderezó las medias y cambió los alpargates negros por zapatos de piel. Se peinó, se colocó los bucles y se cogió la trenza con una cinta verde. Repitió el camino acariciando con su mano derecha la medalla. Encontró la puerta de la vaquería cerrada y un papel blanco escrito en negro por el que entendió que no debía volver. Supo también que nunca ya el vaquero le diría nada de la medalla.

Y descubrió, con rabia apenas contenida, que su padre nunca ya la llamaría hija.