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Escuela.

Muchas veces he dicho que lo que sé lo aprendí en la escuela.

A quienes hicieron mi escuela posible, este breve texto como homenaje.

En uno de mis textos anteriores prometí hablaros de mi escuela. Pues aquí estoy y voy a intentarlo. Empezaré diciendo que soy, sin duda, una mujer joven porque hoy creo que asistí a la escuela del futuro. No puede ser de otro modo si la comparo con la educación de la que hoy casi todos hablamos.

Mi escuela fue la mejor escuela, una  escuela privilegiada, no por lo que tuvo, los presupuestos debieron ser sin duda muy austeros. Tampoco por quienes asistimos, nos llevo allí el azar. Pero fue, gracias a quienes pusieron su empeño en ello, una escuela avanzada a su tiempo.

Mi vida escolar empezó en unas pequeñas aulas, próximas al campo, donde curse preescolar. El patio y el campo eran uno, por eso las llamaban “las camperas”. Pocos recuerdos tengo de esa etapa y no los califico. No son gratos ni ingratos. Mi familia era lo suficientemente animada como para no necesitar a otros iguales para socializarme. Mis amigos fueron llegando después, pocos conservo de mi tierna infancia.

Después tengo memoria irregular de mi colegio y sus distintas sedes. Los recuerdos se han ido borrando o haciendo nítidos a su propio capricho. Cuando de mayor, estudiante ya de magisterio, aprendí de la lateralidad y la psicología infantil entre otras cosas, entendí algún recuerdo de mí misma.

Por ejemplo, aprendí en mi escuela a diferenciar la derecha y la izquierda. Lo aprendí en el aula de primero. Entonces las ventanas quedaban a mi espalda. Eran ventanas antiguas, con cristal recio, como si siempre estuviera sucio. Solo la parte superior se abría y lo hacía hacia adentro, al tirar de una cadena. La apertura se regulaba en función del eslabón de la cadena que se fijara en el pequeño gancho clavado en el marco. Pues bien, con esos cristales a la espalda, en el puesto del aula más lejano de la pizarra, mi derecha era siempre la mano que tocaba la pared. No sé si la maestra de mis primeras letras, (que aprendí a fuerza de puntitos en cuadrícula y de gestos de manos como código de apoyo), me ayudó a recordar que esa era la derecha. Si sé que durante años, para identificarla, tuve que evocar en mi memoria esa ventana opaca a mis espaldas y la fría y blanca pared al alcance de mi mano.

Recuerdo en esa escuela, sentada en un poyete, que no tuvimos clases porque Franco había muerto. ¿Habría mejor motivo para alegrarse de la muerte de alguien?

Recuerdo el comedor y a Valentina, la eterna cocinera, con su mandil de cuadros blanco y negro. Y el olor de cada día que anunciaba el menú. Nunca he vuelto a comer aquel pollo partido en trocitos pequeños  y cocinado en salsa de algo fuerte y sabroso, pero no he olvidado aquel olor que se extendía por el patio desde la hora del recreo.

Recuerdo aquel despacho al que fuimos entrando poco a poco, a leer, a pedir material, a trabajar, … Los libros blanco y rojo pasaron por mi mano. Las máquinas de alcohol, la grabadora, fueron los instrumentos del periódico que empezamos a hacer. Las reuniones eternas después de la jornada escolar, la elección de delegados, los consejos de centro, las reuniones de padres, …

Y hasta el edificio fue cambiando. Cavamos en el huerto para hacer un jardín y en él, sobre un césped que nacía a trompicones, en uno de los árboles que ya estaban allí, colgamos un panal. Pintamos un armario para recuperarlo. Azul de fondo sembrado de estrellas, lunas y planetas blancos que fuimos dibujando con plantilla. Me han dicho que lo han visto olvidado en algún almacén municipal guardando polvo.

Recuerdo, ya en los últimos años en mi escuela haber aprendido casi todo. Recuerdo los debates, comentarios de texto, los talleres, mi inicio en la escritura, el placer de leer, los viajes, a visita a la charca a coger renacuajos, los planes quincenales, las notas personales en cada corrección, … Hablábamos allí de guerra fría, de las dos Alemanias, de Polonia y solidaridad, su sindicato. Preparamos meriendas a modo de guateques, y bailamos. Aprendí de mi pueblo y de sus calles, sus negocios, sus gentes. Conocí allí a Quevedo, Hernández, Sénder y a Rosalía de Castro. No tuvimos un libro, tuvimos muchos libros y hasta pedimos otros a embajadas del mundo, alguno de los cuales debe andar todavía por mi casa.

Justo es también decir que allí hice mis primeros amigos, y enemigos. Algunos ya no están, se han ido pronto. Otros se han ido diluyendo en los años y emergen en algún encuentro fortuito en el mundo de adultos. Con otros, la vida nos ha dado oportunidades nuevas de aprender y crear juntos. Todos cabíamos en aquella escuela, y allí fuimos felices.

¡Perdón! No os he dado los datos de tiempo y de lugar, un poco imprescindibles si pensáis que mi vida se ha movido entre escuelas. Pero no os confundáis, no hablo de la escuela que yo he hecho. Con todas sus virtudes y defectos, con mi pequeño empeño, esa escuela no alcanza a mi escuela de infancia que os evoco. De ésta es que os hablo y permitidme, queridos lectores, que lo haga con cariño, lo merece.

“Tengo la vida en un hilo y estoy jugando al yo-yo”.

Evocando un objeto que está conmigo mucho tiempo, y del que no me querría deshacer.

Está deshojado, bueno, deslomado para ser más exactos. Pero ha vuelto a hacerse un hueco en mi mesilla.

Siempre hay un par de libros en mi mesilla de noche, y siempre, o casi siempre, tengo que echarles un vistazo antes de dormir. No puedo escuchar la radio por la noche, porque me desvelo. Pero tampoco puedo conciliar el sueño sin leer al menos un par de páginas aunque muchas veces, al día siguiente, tenga que volver a leerlas para mantener el hilo de la historia. En casa dicen que me ha pasado desde niña, y sin embargo no tengo casi ningún recuerdo de pequeña lectora. Me refiero a pequeña, pequeña. Mis recuerdos de lectora empiezan por aquella edad en que, el libro deslomado del que empecé a hablar, apareció en mi vida.

Debía andar en mis trece o catorce años.

Otro día te hablaré de mi escuela.  Hoy solo te diré que fue la escuela quien me aficionó a leer. Leía con voracidad todo lo que caía en mis manos. Eso sí, siempre leí de noche y en la cama. Puedo presumir de haber dormido con Delibes, con Cela y Gironella,  con Hemingway, y con otros muchos, y  además muchas veces.

No sé como era tu casa. En la mía no había calefacción. El comedor se mantenía cálido gracias a una estufa de leña en la que ardía cualquier cosa que fuera combustible;  las camas con una botella de agua calentada en la misma estufa. Hoy, como en venganza, tengo una bolsa para agua  caliente creada y comprada a propósito para calentar la cama. Rara vez la utilizo. Entonces eran un lujo, se reutilizaban las botellas. La mayoría eran de cristal; cascos retornables de gaseosa que se cerraban con un tapón de porcelana rematado con una arandela de goma y sujeto por unos alambres. Con una de esas y un libro en la mano me iba yo a la cama. No recuerdo haber tenido un oso de peluche ni una muñeca dormilona. La ceremonia del vestido y desvestido la hacíamos apurando las últimas ascuas de la estufa.

Entonces empezaba la magia de la noche, cuando el tiempo pasaba sin sentir. No importaba el peso de las mantas, ni el frío en la punta de los dedos. La nariz marcaba, respingona y casi helada, la distancia entre las letras y yo. Fue entonces cuando descubrí la poesía y apareció en mi vida el libro, que hoy deslomado y amarillento vuelve a estar en mi mesita de noche.

Lo trajo un concurso de poemas que no debí ganar.  Debió haberlo ganado un tío mío. Recuerdo que era breve y que hablaba de un amor que no era el mío. No he vuelto a ver aquel poema, ni me acuerdo de ninguno de sus versos. El premio lo recuerdo, y lo he traído de nuevo a mis noches. “Cuatro poetas de hoy” con su puñado de páginas, llegó a mi vida gracias a la trampa que te estoy confesando. Con ella y en penumbra metí desde esa noche en mi cama a cuatro hombres que me han dado respuesta a muchas cosas. Hierro, Celaya, Hidalgo y Blas de Otero siguen dispuestos a darme más respuestas, y a hacerme las preguntas.

Pasó mi libro muchos años en el letargo de un estante en casa de mis padres. En ocasiones fui a buscar una letra, una dedicatoria o frases para una cita. Recuerdo haber buscado palabras para el primer amor. Y encontrar desamor, y despedidas, y argumentos de lucha y compromiso en momentos cruciales de mi vida. Pero hoy, si me preguntas, no sé porqué está aquí de nuevo.

Tiene las hojas sueltas y parece un milagro que conserven su orden. Están ásperas todas, y amarillas hasta el punto de hacerme dudar si están hechas de papel o de algún barro especial para imprimir. Huele al tiempo pasado. Hay notas en algunos márgenes que evocan una idea, pero raramente la fecha en que fueron dejadas. 

Con ternura lo he abierto hace un momento, y ha vuelto a recordarme que mi vida está “en un hilo y estoy jugando al yo-yó”.

Carta de navidad. 2010

Imitando a George Sand a partir de la propuesta de Silvia para la semana 7 del curso de escritura autobiográfica.

 

Querido amigo,

El individuo llamado Nohemí está haciendo los preparativos para la navidad y entre ellos disfruta de una tarde tranquila de correspondencia. En unos casos ha escrito de corrido felicitaciones sencillas, todas con los mejores deseos que es capaz de expresar sin dejar de ser sincera. En otros, aprovecha la ocasión para una carta extensa que compensa el silencio de todo el año. Y en el tuyo, Nohemí te escribe, pese a verte a menudo, porque tiene muchas cosas que le gustaría contarte y nunca alcanza el tiempo para hacerlo. En cualquier caso, porque te echa de menos y ha apartado un rato largo para hablarte de un modo diferente a como lo hace cada día de los que os encontráis y os preguntáis “¿qué tal?” con una sonrisa huidiza.

Ya sabes que el individuo llamado Nohemí está cansado, a veces te lo ha dicho ella y a veces lo has descubierto tú. Quedan lejos las vacaciones de verano y pensar en las de Navidad parece cansarla aún mas. Le cansa pensar en tareas propuestas y no cumplidas que encontrará a la vuelta como si fueran facturas pendientes. Cansan también los preparativos, compras, regalos, reuniones familiares, … que los medios presentan como impuestos. A Nohemí también le cansan los afectos, sobre todo cuando siente que los tiene sometidos a excesos o a rutinas.

Te decía, Nohemí está bien aunque cansada. Es sábado por la tarde y acusa el cansancio de todo el trimestre. Pero no puede culpar al calendario de su cansancio. Se ha organizado mal para los cambios y vive en tres lugares al mismo tiempo.

En Tomelloso tiene su casa y muchas más raíces de las que nunca pensó estar echando. A pesar de los cambios sigue siendo su hogar y no lo deja llenarse de telarañas ni olvidos. Siempre le pareció imposible que una casa la atara, y ahora se siente amarrada a ella. Alterna noches aquí y noches fuera. Pero siempre vuelve a coger o dejar una maleta, a renovar un libro, quedar con un amigo o ver una película. Escribe aquí las cartas; no se imagina haciendo algo tan personal en otro sitio.

En Ciudad Real tiene el trabajo, bueno, el “cuartel general” de su trabajo, y pasa por allí al menos dos veces por semana. Intercambia pareceres con los compañeros, (a la mayoría no puede aún llamarles amigos aunque lo desearía), recoge y deja documentos, y sueña con que las raíces también crezcan en una ciudad que no es la suya. Tiene un piso compartido que le hace sentirse cómoda cuando la noche la sorprende allí. Un poco la devuelve a años más jóvenes,  pero un poco la hace sentirse como una actriz en la película de su propia vida. A veces le gusta y a veces le incomoda.

Además ya sabes, tu siempre lo has sabido, que Nohemí no ha roto el cordón umbilical con La Solana y pasa por allí los fines de semana con la escusa de acompañar a sus viejos, pero con la oculta intención de recoger cariños. A los de los abuelos ahora se suman los de los niños que van aumentando la familia y reparando el relevo sin traumas. La Solana es siempre una sorpresa. A veces nido lleno con la visita de hermanos y sobrinos, a veces nido vacío lleno de la soledad de los abuelos.

Ya ves, el individuo llamado Nohemí no ha renunciado a nada de la mochila que llevaba cuando entró en tu camino, pero ha incorporado más cosas y personas y quizá por eso la siente a veces más pesada. No renuncia a nada de lo que lleva dentro.

Sin embargo, Nohemí descansa cansándose con otras cosas. Está deseando que lleguen las vacaciones para cansar el cuerpo físico, y dejar que descansen la mente y el corazón. Cocinar le llevará parte del tiempo y aunque, como a los motores viejos, le costará arrancar, disfrutará después preparando comidas y planes para todos. Si el tiempo lo permite descansará en el  campo, encendiendo el fuego en la chimenea, llenando la leñera o recogiendo las hojas que el otoño ha regalado al suelo para pasar el invierno. Se sentirá descansada cuando alguna noche sienta doloridos los músculos de piernas y brazos. Cuando descubra en el espejo que no se ha maquillado en varios días y necesita lavarse el pelo.  Percibirá el descanso al arrinconar las botas llenas de barro en el portal para evitar manchar el resto de la casa. Lo hará también cuando descubra olor a cocina en la bata de casa o en el pijama. Cuando se descubra de madrugada en la cama enganchada a una lectura y cuando le amanezca cerca del mediodía.

Y ya sabes, como siempre, pasados unos días de este ritmo primario, Nohemí se sentirá descansada y necesitará de nuevo volver a sus maletas y a sus casas, a los planes pendientes, a las prisas que cansan, a los muchos trayectos, a la compañía de amigos en cualquier momento y a la de compañeros en unas cañas, de tarde en tarde, al terminar la jornada.

Entonces, el individuo llamado Nohemí, volverá a saludarte y te dirá “¿qué tal?” y, aunque la prisa obligue, te mirará a los ojos para que veas en los suyos la alegría del descanso junto a la del reencuentro. Y para confirmar en tu mirada que, más allá de rutinas, los individuos se importan cuando comparten y entienden lo que dicen las palabras e incluso lo que las palabras no dicen.

Por cierto, mi querido amigo, no puedo despedirme sin desearte que seas feliz en Navidad, pero ya sabes que mi mayor deseo es que no te olvides de ser feliz siempre.

Un abrazo,

El individuo llamado Nohemí.

 

Y los comentarios de Silvia (la "profe")

Nohemí, has sido la más fiel en tu propuesta y desarrollo a la carta de la maestra George Sand. Y cumples primorosamente con todo el recorrido vital que nos muestra detalladamente cómo es tu vida. Lo haces sin ampulosidad, con un ritmo cadente y muy familiar. Nos envuelves en los sentidos, como tú sueles hacer, ya casi forma parte de tu poética y nos llevas de la mano desde la entrada hasta la salida del texto. Sólo nos queda la intriga de saber en qué lugar/espacio de todos los nombrados espera el destinatario tu carta. Eso, sí, sabemos que tiene suerte de tener una buena amiga, que tanto confía en él y tan capaz es de transmitirle sus sentimientos y avatares.

Crónica de una mudanza.

Estimados lectores, seguro que pensáis que una mudanza es algo importante. A pesar de haber hecho varias, para mi son una aventura a la que siempre me he resistido.

Sin embargo, remodelado el equipo de redacción de este periódico, no tengo más remedio que hacerlo ahora. Cambiará mi ciudad y mis tareas y lo asumo también como un gran reto. Pero, mis queridos lectores, ésta no es una crónica de despedida. Mantendré mi encuentro mensual desde el particular exilio laboral que en breve inicio.

No tengo muchos muebles y los pocos que tengo no son imprescindibles; se quedaran en un trastero. Tampoco tengo demasiados objetos de valor, salvo el valor afectivo que se transporta también en la memoria. Sin embargo pensar en empaquetar mis libros me produce cierto pánico.

Sin duda he nacido un par de generaciones antes de lo debido. Soy de la generación del respeto al papel, y lo junto y colecciono en todas sus formas. Dicen que las próximas generaciones leerán todo en formato digital y que eso supone una reducción del espacio que los libros ocupan. Laura J. Varo[1] iniciaba su reportaje  el Día del libro de este mismo año, con el dato de que las 2000 páginas que ocupa  “Millenium”, la famosa  trilogía de Stieg Larsson, se reducen a unos 200 gramos en el pack en catalán y castellano puesto a la venta, en esas fechas, por una distribuidora de libros digitales. ¡Y aun se refiere a un paquete para regalar, tangible! ¡Una descarga de servidor a ordenador no pesa nada!

Yo sin embargo, he acumulado montones de libros que será necesario empaquetar para almacenar o transportar, según el caso. Dejaré casi todos en casa de mis padres, ordenados en cajas para aguantar una larga espera. Pero llevaré algunos en mi propio equipaje y he empezado a seleccionarlos. 

Como soy un desastre y al mismo tiempo me gustaría no serlo, he intentado poner criterios a mi elección. En primer lugar he apartado algunos de los que más tiempo han estado conmigo; después de los que más recientemente he leído; y por último, alguna de las obras que me ha hecho sentir algo especial. Os cuento mi listado al tiempo que lo hago.

Entre los primeros tiene que estar inevitablemente mi Biblia. Por formación y por fe me ha acompañado siempre, aunque el ejemplar que me llevo muestra en su primera página junto a mi nombre, una fecha, veintisiete de marzo de mil novecientos ochenta y nueve. Creo que la compré con las mil pesetas que mi padre me dio por mi veintiún cumpleaños, pero no anoté al dador. Ha ido acumulando en sus páginas blancas algunas direcciones, citas o frases célebres; y en sus páginas escritas de Génesis a Apocalipsis, algunas notas y subrayados. Tengo varias versiones de la Biblia, incluyendo algunas digitales y en el móvil, y espero heredar alguno de los ejemplares antiguos o curiosos que mi padre ha ido juntando. Sin embargo, esta edición Reina-Valera, revisada en mil novecientos sesenta y publicada por las Sociedades Bíblicas Unidas, en formato bolsillo, con letra pequeña, pastas de plástico y algunas hojas descosidas, es Mi Biblia, y espero tenerla cerca cuando me instale en mi nueva casa.

Junto a ella he seleccionado un libro que casi ni recordaba, pero que me ha seguido hasta el día de hoy. De pequeña, y sin saber del todo qué significaba, yo quería ser poetisa y por esa razón me regalaron un libro de apenas cincuenta páginas con una selección de treinta y un poemas ilustrados, de cuando en cuando, con fotografías de la naturaleza.  Imágenes que a mi me parecieron siempre impresionantes. Digo “me parecieron” porque cuando ahora hojeo el libro su calidad no es ni por asomo la de las fotos que podemos ver en páginas especializadas de Internet o tomar incluso con nuestro teléfono móvil. Debía yo de tener no más de una decena de años cuando me lo regalaron, porque todavía firmaba sin “h” y no había adquirido el extraño hábito de datar los libros que hoy mantengo. Este “Joyas de la poesía cristiana española” seleccionadas por Alejandro Clifford debe de ser anterior a las reglas del mercado bibliográfico actual porque por más que lo miro no le encuentro más señas de identidad que un “Queda hecho el depósito que marca la ley” y una fecha que me lleva a mil novecientos setenta y dos como fecha probable del trabajo de imprenta. Tiene un tinte de amarillo añejo en sus páginas y los bordes de la cubre portadas, raídos del uso y el desuso al que he debido someterlo.

De entre los libros que me han acompañado mucho tiempo he cogido también un cuento de Pinocho, parecido a los que he visto estos días en mis preparativos navideños, pero que yo recogí como un tesoro antes de que la sociedad de la abundancia y el consumismo nos invadiera del todo. Tiene las pastas duras y las hojas de un cartón fino plastificado del que al abrirse emergen las figuras y los personajes. Mi página favorita es la que narra cómo Pinocho sobrevive en el vientre de un enorme pez; no tanto por lo que cuenta como por la ballena de cartón recortado, con sus enormes dientes y su chorro de agua en el lomo, que aparece de repente al abrir el libro por la página ocho y transforma la lectura en un enorme mar cargado de misterio.

De entre los libros que recién he leído salvaré solo dos. Ello me exige ir alejando muchos que se me ofrecen en los estantes como candidatos en un casting. Pero ni María Dueñas con su “Tiempo entre costuras”, Muriel Barbery y “La elegancia del erizo”, ni “Mira si yo te querré” de Luis de Leante, han ganado el puesto. Junto a otros han ido cayendo, rítmicamente, a la caja de la larga espera. En todos los casos el mismo ritual: un vistazo a la portada, una ojeada a la contraportada, y un vistazo rápido a alguna página interior, a la dedicatoria o la fecha que lo data en mi poder. Mientras van llenando una y otra caja, algunos, indultados, reposan en mi mesa. Finalmente me he quedado con dos y me parece suficiente.

Zola me ha acompañado este verano con su “Germinal” y se vendrá conmigo. Sencillamente magistral la lección de la historia que encierra y la revelación de caracteres que el maestro logra. Y magistral, más si cabe, el momento en que el libro dio el salto desde la estantería a mi mesa de lectura. Era el último agosto y, si os tomáis la tarea de revisar las hemerotecas, constataréis que, desde casi principios del mes, los titulares hacían continuas referencias al accidente sufrido en una mina de Chile. Con intensidad creciente fueron pasando, durante más de dos meses, del pesimismo al optimismo, para llegar a la euforia del exitoso rescate y, después, al silencio. A estos mineros de hoy y a los de  “Germinal” los igualan los rigores del trabajo, las innombrables condiciones laborales, un mundo con enormes diferencias sociales y la cara más dura de la explotación del hombre por hombre. Los separa antagónicamente, más que el siglo y medio transcurrido y los dos continentes en que habitan, la suerte bien distinta del desenlace.

He puesto también en mi maleta bibliográfica a un desconocido que me encontré en el hipermercado. Compré “A siete pasos de la primavera”, de Steven Conte, por su referencia a Berlín y a mi intención de visitar la ciudad en primavera. Y me metí en la primera novela de alguien que es capaz de contar que después de lo malo, todavía puede llegar algo peor.

Por último, os decía que salvaré de la distancia a algunos que me han hecho sentir algo especial. Por eso me llevo a “Paula”. Recuerdo que lloré con su lectura y sin ningún ánimo de auto-tortura lo volveré a leer cuando me instale. Podría haberme quedado con cualquier otro de Isabel Allende. “La casa de los Espíritus” hubiera sido una alternativa. La descubrí como novela después de haber visto la película tres veces en dos días y pasar de la admiración femenina hacia Antonio Banderas,  al papel de la magia y al profundo calado de los personajes. Pero “Paula” es la vida y la muerte en la misma partida, y el dolor de los vivos, el recuerdo, y la historia, … tan mezclados, tan hondos y tan auténticos, que la convirtieron, al menos para mi, en una conversación casi real con Isabel.

Iba a seleccionar, en este último bloque, alguno más, pero me planto aquí. Podéis estar seguros de que hay más libros que me han hecho llenarme de risas y de llantos, pero veo pesada mi maleta.

Sin embargo, os contaré otro mes, en este mismo encuentro, qué libros acaparo en mi nuevo destino y como los enlazo con mi vida allí. Si logro dar el salto al libro sin papel seréis, mis queridos lectores, los primeros en saberlo.



[1] Referencia a artículo real publicado en El País del 23 de abril de 2010.

La última feria.

Este texto fue publicado en el número especial de Feria de Tomelloso del periódico Lanza, de hace algunos años.

Tirando solo de la memoria no puedo ser más exacta en la cita.

 

Una vez más el día y ella habían amanecido al mismo tiempo y casi sin pensarlo, se encontró vestida con su túnica de alegres colores,  caminando por el ferial que la había mantenido ocupada hasta hacía apenas unas horas, y en el que aun quedaban, semidormidos, los ecos de la pasada noche.

Siempre le había gustado pasear en pueblos dormidos justo cuando acababa de nacer el día. Se sentía un poco dueña de esa calma y esas primeras luces, y sobre todo, un poco más dueña de si misma. Hoy al hacerlo, recuerda uno de sus primeros caminares  en este mismo pueblo y en esta misma feria años atrás, cuando apenas conocía ni el lenguaje ni a la gente, y solo tenía un hatillo de pulseras de colores que ofrecer a cambio de unas monedas. Y se sonríe al pensar cómo esperaba que esas pocas monedas que ganaba con sus ventas, se fueran multiplicando para poder vivir y ampliar el negocio con ellas. Esperaba ingenuamente que se produjera el milagro de la prosperidad que no había visto producirse en su país. Tampoco aquí se produjo aunque hoy no puede quejarse, tiene un pequeño coche y unos barrotes de hierro con los que cada noche construye su tienda. Y cada noche es feliz como una niña que ordena sus juguetes al disponer su mercancía de múltiples colores como si de un gran escaparate se tratara. Sabe que ésta será su última feria. Se marcha. Su milagro son solo unos pocos ahorros, suficientes para llegar a la playa y trabajar en una tienda con escaparate de verdad. Hace tiempo que se lo propuso un amigo y ahora va a intentarlo.

Caminando parece que se habla a sí misma, y a veces hasta se sonríe. Le gusta recordarse, lo que fue, lo que es hoy. Le gusta imaginar lo que será o lo que hubiera sido en otras circunstancias. Hoy, casi al amanecer, se ve tan diferente…

Tardó mucho en acostumbrarse a todo. Durante mucho tiempo tuvo miedo. Sentía estar casi sola. Temía equivocarse o haberse equivocado ya y no poder remediarlo. Su camino, su escapada, no tenía marcha atrás y tendría que aprender a vivir con su miedo y con su soledad, a reír con ellos. Recuerda sobre todo un sentimiento, la vergüenza que la acompañó durante años. Cada vez que alguien le dirigía la palabra, por ser cortés o  preguntarle un precio, sentía vergüenza y si su piel hubiera sido pálida, todos hubieran visto como se sonrojaban sus mejillas. Le parecía que el suelo se abriría ante sus pies antes que fuera capaz de dar una respuesta adecuada, y si la daba, volvía a sentirse enrojecer ante la duda de haber sido entendida. Sentía vergüenza si alguien la miraba y la veía distinta. Su piel morena, sus grandes ojos y sus labios carnosos que habían sido el orgullo de su padre cuando era niña ahora le pesaban cada vez que unos ojos curiosos se paraban en ella y una voz maliciosa pregonaba, quizá sin maldad, lo “guaponaza” que era la negra que vendía collares en la feria. De nuevo sentía vergüenza y orgullo al mismo tiempo. Pero también se desconcertaba ante la indiferencia, si pasaban junto a ella sin notarla, si no la miraban. Se sonrojaba si algún transeúnte era cortés con ella y se turbaba si no lo era. Cargaba con toda su cortedad cuando extendía el puesto en el suelo, y para disimularlo, tarareaba una canción que aprendió de su madre como si con ello pudiera olvidar la vergüenza que sentía y evocar la normalidad con que su madre cocía unas tortas o bordaba un delantal. Recuerda especialmente lo mal que se sentía cuando en algunas ocasiones, le obligaron a recoger su mercancía y abandonar el mercado o el ferial porque no disponía de algún papel que nunca supo lo que significaba. Su vergüenza aquí no era por la policía que, a pesar de lo incómodo del momento, siempre la trató bien. Tampoco sentía vergüenza por haber cometido algún error del que no era consciente. Lo que en verdad le avergonzaba era convertirse, sin quererlo, en el centro de todas las miradas y sobre todo de la lástima de algunas. Nunca había querido inspirar lástima; tenía suficiente orgullo como para no necesitarla. Quizá no despertaba amor, ni ternura, ni odio, … pero la lástima le parecía un sentimiento innoble, incapaz de producir ningún fruto bueno.

Todos estos recuerdos se le agolpan y le parece reconstruir los momentos a medida que avanza por las calles y se mezcla entre los coches de vendedores aparcados. Cree recordar el lugar donde hizo una buena venta, o donde perdió parte de su mercancía un año que la feria se inauguró con una monumental tormenta. Reconoce algunos de los coches de los vendedores y saluda al perro vagabundo que merodea por entre los desperdicios. “¿Tendrá el perro vergüenza?” – se pregunta y se sonríe al mismo tiempo -  “¿Por qué había de tenerla? ¿Eligió el nacer perro, o vivir suelto, o ser de nadie?” Y de repente el pensamiento, por un momento distraído se vuelve hacia sí misma. “¿Eligió ella ser negra o ser mujer? ¿Eligió ella misma nacer pobre? ¿Es culpable de querer otras cosas que su propio destino le había negado?” No puede ser un crimen querer vivir algo mejor que vivieron sus padres, ni querer que sus hijos, si le llegan, vivan incluso un poco mejor que ella. No debe de ser malo el valor de arriesgarse a vivir sola y lejos, no debe avergonzarse. Por un momento se sorprende a sí misma con un nuevo rubor que nunca antes había sentido, y lo interpreta al instante, siente vergüenza de sentir vergüenza. Sonríe para sí misma al sentirse sorprendida por sus pensamientos y sigue caminando, iniciando el regreso.

Y mientras se pasea y piensa esto, se le crece el orgullo y va luciendo, con más esplendor que nunca, su larga túnica de animados colores que, con el sol que empieza a tomar fuerza en el cielo de Agosto, parecen más vivos y más alegres, un buen presagio para este nuevo día de su última feria.

Me acuerdo (II).

Me acuerdo de la leche vendida a granel en la vaquería. La íbamos a buscar a la hora exacta de la tarde en la que estaba previsto que llegara desde la vaquería al pueblo. Siempre era como a media tarde y la mujer del vaquero, en el pequeño portal de su misma casa, la despachaba pasándola de las grandes cántaras de alumnio a las lecheras, que cada uno llevábamos, mediante pequeñas jarras medidoras. Era una casa oscura marcada por el luto; la blancura de la leche compensaba. El silencio dominaba el ambiente y se rompía, como con miedo, por el ruido del líquido vertido de un recipiente a otro. No recuerdo en qué momento las lecheras se fueron sustituyendo por garrafas o botellas de plástico reutilizadas, pero de haber sido consciente del cambio, debí haber adivinado que el final de la leche a granel estaba cerca.

Me Acuerdo.

Me acuerdo de las patatas asadas en la fragua. Todo el mundo no ha tenido una fragua en casa. Nosotros sí, con sus ventajas y sus inconvenientes. Era el trabajo de mi padre y estaba al fondo del patio de la casa. Un cuarto en el que la luz que entraba por sus tres ventanas, no lograba poner claridad en el color oscuro del humo, el carbón y el hollín. En ella mi padre fabricaba tijeras y cuchillos, con fuego y martillo como casi únicas herramientas. En las tardes de invierno, desde que anochecía y hasta el final de su jornada, yo, y mis siete hermanos por turnos rigurosos, bajábamos a acompañarle. A veces hacíamos de la obligación un lujo y ensayábamos con herramientas y materias pequeños inventos. Otras veces se convertía en un castigo porque nos privaba de un ocio placentero frente al televisor, o de la compañía y el juego de los iguales. Con frecuencia el acompañamiento iba aparejado a distintas tareas dependiendo del momento en que se encontrara el proceso: ayudar a cortar el acero, picar carbón, lijar o limpiar tijeras, etiquetarlas, empaquetarlas, ... Y con frecuencia, aprovechando las ascuas de la fragua, se asaban las patatas que, finalizada la jornada, subíamos para compartir con todos en la cena. Al escribir evoco su sabor dulzón y su textura tierna en la boca que, a pesar de los restos de ceniza que pudieran quedarle, las convertían en el mejor manjar de las noches de invierno.

 

Me llamo Nohemí.

Suelo poner mis apellidos también, pero justo hoy, con la propuesta de modificación del Código Civil, no sé como hacerlo. Resulta que tengo casi tres apellidos, porque uno es compuesto. El orden alfabético diría que me llamo “Nohemí Gómez Morales Pimpollo”. Como ya tengo unos años siempre he llevado primero los de mi padre, “Gómez – Pimpollo” como uno sólo y de una identidad muy marcada pues aunque “Gómez” existen muchos y muy dispersos por España, el “Pimpollo “de la segunda parte sólo es originario de mi pueblo, La Solana. Sin embargo siempre me ha gustado nombrar, o escribir, o firmar, usando también el de mi madre, como un reconocimiento a ella, y porque también es parte de mí. Nunca me había planteado lo de cambiarles el orden, pero quizá a partir de ahora al firmar, los escriba uno encima de otro, o en círculo para que no tengan principio o final.

Podéis llamarme Nohemí, es más sencillo y me doy por nombrada. Eso sí, llamadme con “h”. Quizá el ordenador tienda a quitarla, pero yo soy “Nohemí” y no “Noemí”, desde que algún día, posiblemente en la adolescencia, decidí poner la letra muda en mi nombre. No puedo negaros que en algunos momentos me he arrepentido. Por ejemplo cuando el ordenador se niega a incorporarla, o cuando hay que rellenar formularios oficiales, o en situaciones importantes de mi vida en las que algún funcionario ha considerado que no es lo mismo “Nohemí” que “Noemí”. Alguno terminó llamándome “Nohemí con hache” y acabó, sin saberlo, con el del orden de los apellidos. Quizá algún día os cuente más cosas sobre mi hache, hoy solo escribo mi presentación.

Trabajo mucho, pero me gusta mi trabajo y lo he incorporado al ocio, aunque muchos digan que debe evitarse. No me gusta que me digan lo que debo hacer cuando tengo claro que hago lo que me gusta. Tampoco ello implica que a veces no me arrepienta. Me gustaría hacer más cosas, pero aunque desde hace unos años pido a los Reyes Magos días de 48 horas, todavía no me los han traído. Casi he perdido la esperanza para el próximo seis de enero. Trabajo en educación. He sido maestra, orientadora, asesora y ahora trabajo como inspectora. No es tan serio como parece y permite conocer mucha gente y mejorar cosas. Todavía no he cumplido un año en el nuevo trabajo, así que, puedo llamarme joven.

Tampoco cuarenta y dos años son muchos años, o a mi no me lo parecen. Me quedan más cosas por hacer de las que llevo hechas; mas lugares por visitar que los que ya he visto; más personas por conocer, … Algunas de ellas seguro que serán muy importantes en mi vida. No diré que más que las que ya me acompañan en el camino o en el recuerdo, pero tampoco menos. Me quedan muchos sueños por lograr e incluso montones de sueños por inventar.

Me quedáis vosotros por conocer y la vida nos ha encontrado en este taller de escritura. Para ser sincera, nunca pensé en vosotros cuando me apunté. No tengo muy claro por qué lo hice. El cambio de trabajo trajo consigo cambio de hábitos, de compañeros y compañias, de espacios, de olores, … y me sentí un poco perdida. Creo que todavía sigo, pero no sé ya si atribuirlo al cambio o a mí misma. No parecía mal momento para retomar otros ocios, como el de escribir y aquí estoy, intentando ser disciplinada con las tareas, sincera con el contenido y un poco hábil con el lenguaje. Me gusta la escritura; me ha gustado desde niña, pero el tiempo se me ha ido llenando de otras cosas y ahora tengo el propósito de devolverle su espacio. Espero que el taller me ayude a conseguirlo. No me gusta la literatura que solo distrae. Prefiero la que cuenta el mundo, y si es posible, lo cambia. Bueno, y me encanta la que, aunque sea imposible cambiarlo, lo intenta. No creo que pueda nunca escribir así,  pero podré leer a los que si lo hacen.

No sé si he respondido a las preguntas guía de la presentación. No voy a mirarlas ahora por dos razones. La primera que escribo en el sofá, con luz ténue y no me apetece ir a buscarlas al estudio. La segunda la dije más arriba “no me gusta que me digan lo que debo hacer …” y menos cuando estoy en una tarea creativa. No me imaginéis demasiado rebelde, solo lo soy en la intimidad, como este rato.

Bueno, creo que para una primera impresión dije bastante. Ya me diréis vosotros que os parece.