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II. When Harry met Sally

“… cuando te das cuenta de que quieres pasar el resto de tu vida con alguien, deseas que el resto de tu vida empiece lo antes posible”  

Del film “When  Harry met Sally”

 

 

No es por San Valentín. Ha sido mi propia decisión dejar entrar a la primavera en casa desde hoy, y si es posible, ayudarla a quedarse durante el resto de mi vida. Diez minutos de conducción al vivero y cincuenta euros han hecho el resto.

Ahora miro las plantas, apretadas en cajas, y la casa vacía y no sé cual de las dos cosas me produce más tristeza. Pero debo empezar a distribuir primavera antes de recaer en la tristeza. Geranios en las ventanas de arriba; lucirán más. Petunias en el jardín de la entrada, en las jardineras que algunos inviernos tuvieron tulipanes.

Nos casamos apresuradamente porque estábamos enamorados. Me convenció con poco: un ramo de tulipanes y unas pocas palabras. Las copió de la primera película que vimos juntos y sonaron tan ciertas que yo di por sentado que el resto de mi vida había empezado allí. ¡Y que no acabaría hasta que terminara la vida misma! Debí haber sospechado que algo estaba fallando cuando dejamos de sembrar tulipanes.

¡Qué lejos aquellos inviernos en los que íbamos a convertir en hogar la nueva casa! ¡Era una casa para envejecer hasta que, algún día, la llenaran los nietos de nueva juventud!

Pero ahora se ha ido. 

Nunca creí que lo haría. Un día que amaneció como cualquier otro terminó con su ausencia a la hora de vuelta del trabajo. Una llamada de teléfono fue explicación y despedida: ”Sabes que te quiero, que no permitiré que nadie te haga daño, pero esta querencia no es ya el amor de los enamorados, y ese, quiero encontrarlo si es que existe”. No articulé respuesta, ni siquiera lágrimas. Recordé sus palabras cuando, escondiendo un ramo de tulipanes pálidos me pidió matrimonio: “Cuando te das cuenta de que quieres pasar el resto de tu vida con alguien, deseas que el resto de tu vida empiece lo antes posible. Empecemos el resto de nuestra vida ahora”. Pero no supe qué parte del resto de la vida había fallado ni de quién fue la culpa. Después hemos hablado y todavía no entiendo qué ha pasado.

Ahora ya no soy capaz de recordar otras disputas, aunque sé que existieron.

El dolor de la soledad me borró la memoria. Cuando la almohada se vuelve oscura y la cama se hace grande, siento el auricular pegado a mis oídos y entonces, cada noche, sus palabras retumban como un eco obsesivo. Desde que fueron dichas he querido enloquecer con ellas. Hasta ayer. Después de un río de lágrimas esperando un San Valentín que nunca llegaría, decidí abandonar la locura que tampoco iba a llegar. Y salí a comprar flores para la casa.

Por eso estoy aquí.

Desde esta ventana se ve un poco del jardín, el borde de la piscina y el olivo. Tenía que haber comprado algún rosal para esa zona; se ve descolorida. El poco césped que dejamos está pasando a mejor vida y no se me ocurre cómo salvarlo. Lo dejaré morir como los tulipanes.

En el fondo, se ven lindas las flores metidas en sus cajas. Por eso les hice algunas fotos que he colgado en mi "face". He escrito tan solo algunas frases que verán mis amigos. No quiero a otros extraños hurgando en mi perfil. Él las verá; aún figura en mi lista.

“No es por San Valentín. Ha sido mi propia decisión dejar entrar a la primavera en casa desde hoy, y si es posible, ayudarla a quedarse durante el resto de mi vida”.

Mejor pongo en mayúsculas las cuatro últimas palabras. Entenderá el mensaje.

I. Plutarco.

“El trabajo moderado fortifica el espíritu, y lo debilita cuando es excesivo; así como el agua moderada nutre las plantas y demasiada las ahoga” Plutarco.

Hacía mucho que no se encontraba con un calendario de bolsillo, de hecho pensaba que ya no existían, pero en el bar en el que había desayunado, le habían dado uno que ahora tenía sobre la mesa y al alcance de su fija mirada mientras esperaba decidirse a preparar algo de cena.

Plutarco.

Quizá ni siquiera fuera el autor de la frase. Recordaba, de sus años de facultad que era un sabio griego. Igual no lo recordaba, solo lo intuía.

En realidad recordaba muy poco de sus años de facultad. No le había servido para nada cursar una carrera; podía habérselo ahorrado. Nunca pensó dedicarse a la enseñanza que era lo que hacían casi todos los licenciados de su época. Al terminar y gracias a los amigos de su padre, encontró trabajo pronto y desde entonces había tenido una trayectoria admirable.

De la universidad solo la conservó a ella. Se juraron amor eterno al tiempo que se prometieron muy libres y sinceros. Se casaron. Y salvo encuentros esporádicos por la ciudad con alguno de los compañeros, nunca mantuvieron ningún contacto con nadie.

Plutarco.

La frase estaba escrita sobre una fotografía, un relajante paisaje marinero. No pegaba nada, pero si no te fijabas, ni entrabas al detalle de la sentencia, formaban una unidad impecable. Así era él. Nada en común con María. Dudaba si alguna vez habían tenido algo que ver. Sin embargo, desde que se conocieron en clase habían mantenido una imagen de unidad. Primero como amigos, después de novios, aunque no fue un noviazgo largo de los de entonces, y luego se casaron.

Quizá el exceso de trabajo había ahogado también su relación. El nunca tuvo conciencia de ello y ahora, aunque resonaban en su mente las palabras de María, le costaba creerlo. Más bien huyó al trabajo para no ahogarse.  Era de los más antiguos en la oficina, y aunque había tenido que trabajar en varias sucursales, por fin había alcanzado un puesto de responsabilidad y estabilidad.

Era una buena excusa para pasar más horas fuera de casa que dentro. Se había hecho imprescindible. Revisaba todos los informes, supervisaba las cuentas y hasta se encargaba personalmente de que el archivo estuviera siempre escrupulosamente ordenado. Se pedía su opinión siempre que había que tomar una decisión delicada y se le agradecía si el éxito acompañaba después.

María no entendía que un profesional con tan buena trayectoria y tan buen puesto, no pudiera ser tratado de manera flexible en cuanto a horarios o calendario. Achacó a este exceso de trabajo, más autoimpuesto que demandado, que no la acompañara en cosas que para ella fueron importantes. Tampoco entendía que el tiempo que compartían, además de la cama, fuera casi exclusivamente el de la comida y unas pocas tareas que realizaban juntos.

Hacía mucho que él era consciente de que no estaban hechos el uno para el otro, pero siempre pensó que dejando las cosas como estaban, todo estaría bien. No pedía grandes cosas de la vida. Ahora todo le parecía un error y a medida que manoseaba el calendario se reprochaba el haber fingido que eran uno, como la frase de Plutarco y la imagen marina.

Se reprochaba no haberlo hecho antes y, aunque le dolía enormemente, hacía ya un par de días que se había marchado. En la oficina no sabían nada, ni tenían que saber hasta que se estabilizara. Cumplía con sus horarios y sus rutinas con la misma diligencia. Él si notaba un gran alivio, como si su vida pasada se hubiera cursado con esfuerzo; el esfuerzo de no vivir sin más. Como si dependiera de las letras que miraba insistentemente mantenerse pegadas al cartón. Ya no tenía que poner más fuerza en ello.

Y al mismo tiempo le entraba una enorme desazón, que le hacía sentir el abismo al borde de sus ojos. Quería empezar de nuevo, pero no estaba seguro de qué era lo que quería empezar. De nuevo Plutarco le daba lecciones. ¿Qué dirían las letras si las  soltara del maldito calendario?  ¿Qué imagen escogerían para sentirse uno? Y así, con pensamientos sobrios que le parecían de locura, aguantaba un miedo inconfesable que sabía tenía que guardar tan solo para sí. ¿Y si las mismas letras liberadas de una foto que no les corresponde no fueran capaces de decir nada?

No quiere pensarlo más y en un arranque repentino, raja el calendario.

Lo confirma, no puede separar las palabras del resto. Y con esa agónica confirmación que se mueve solo entre su mente y sus manos, rompe a llorar, más para adentro que para el mundo. Mientras, convierte en minúsculos pedazos el calendario que le ha devuelto tantos recuerdos, y con ellos tanta rabia.

¡Plutarco!

Suspira y enciende un cigarrillo. En un gesto de sorna que le libera pide perdón a Plutarco, por si rajar su escrito, hubiera sido motivo de ofensa.

Diccionario.

AZUZAR: Se usa para referirse a la acción de incitar a los perros para que embistan o a la de irritar o estimular a alguien. Me suena bien cuando me olvido del significado porque empieza como azúcar y diría que tiene reminiscencias árabes. Sin embargo, atendiendo al diccionario me asusta (no soy amiga de perros y menos de perro azuzado) aunque quizá debiera reconducirla al estímulo de las virtudes y las noblezas.

BOBERAS o BOCERAS: No lo recoge la RAE, pero se utiliza, al menos por mi tierra, para nombrar los restos de comida o suciedad que quedan alrededor de los labios.

CALICHE: Si buscáis el término en el diccionario encontraréis diversas acepciones que, en general tienen que ver con mezcla de materiales o elementos poco puros. Puede tener caliches una masa pero también puede tenerlos una fruta y sobre todo las patatas, cuando son de forma irregular y con tendencia a que le crezcan tallos.

También se llama caliche a los desperfectos que aparecen en las paredes de tierra al desprenderse la pintura (cal) por efecto de la humedad o por cualquier otra causa como golpes. En este sentido es sinónimo de esconchón o desconchón.

CERRITA: Flequillo. Siempre me hizo gracia aunque nunca entendí porque llamar así a esa parte del peinado.

CUSCURRO: Mendrugo de pan. He oído llamarlo también “currusco”. Suena a hambre, a escasez.

CHINERO:  Lugar en el que se guardaba el menaje valioso, como las porcelanas de china. Es sinónimo de alacena o despensa, aunque no exacto pues lo guardado en cada uno de ellas es diferente. En el pasado podía haber casas con alacena pero sin chinero sencillamente por no tener porcelanas chinas (u otros bienes delicados) que guardar. La mía fue de esas aunque nunca faltó un cuscurro en la alacena.

ENGARABITAR: Subirse a un lugar alto; posiblemente derivado de “garita” como lugar alto desde el que se ejerce la vigilancia. Es la mayor afición de mis viajes y la palabra más sonora en boca de mis amigas.

GURULLO: Grupos que se forman en una mezcla cuando no se disuelve bien alguno de sus componentes. Se usaba sobre todo en cocina aunque cada vez se utiliza más el término “grumo”. ¿No os suena escatológico?

HALDA: Parte de la vestimenta o zona del cuerpo asociado al  regazo, por ejemplo para referirse a la posición de las costureras que “ponían la labor en el halda” o a la madre que “toma al niño sobre su halda”.  Aún hoy, con mis “taitantos” y mi carácter bien armado, echo en falta, de cuando en cuando, un halda cálida que me cobije.

TILARIO: Algo largo e informe, desproporcionado. ¿Seré yo misma?

TREVEDE: Se sigue usando el término, en entornos rurales, para designar el objeto que permite poner directamente en el fuego sartenes o peroles sin patas, porque simula estas a partir de un triángulo o aro. Debería tener tres pies aunque en la práctica se encuentran diseños más creativos. Curiosamente se usa en plural (trévedes) aunque se trate de una redundancia. El  uso popular ha acuñado la frase “pasarlo peor que el que se tragó las trévedes“, pero en casa lo pasamos bien cuando las ponemos en uso.

ZASCANDIL: La RAE lo define como hombre despreciable, ligero, enredador, estafador, … como veis con un claro matiz negativo. Sin embargo yo lo conozco en un uso menos negativo para referirse a persona inquieta, ociosa, sin oficio definido. Admite ser conjugado como verbo (“zascandilear”). Miguel Delibes lo cita en Los Santos Inocentes para describir a Azarías. Con frecuencia y cariño lo pongo en uso para llamar a mis sobrinos. Entonces, sorprendidos, dejan de zascandilear aunque sea por segundos.

Hambre.

Arrancado de una libreta amarillenta. El pie de página indica "30-X-94". No recuerdo el hecho que lo inspiró. No he mirado las hemerotecas.

 

Te acurrucó tu madre

y la miraste buscando en su mirada

 a los que, acostumbrados a observarte,

nunca sintieron la frialdad de tus manos,

               - no te tocaron-.

 

Te dormiste en su brazos

y encontraste consuelo al abandono.

¡Y soñaste alcanzar algún mendrugo

que era anuncio del alba!

 

Hoy has vuelto a dormirte;

no habrá auroras

que despierten tus quebrados ojos negros;

           - no amanece a la noche del hambriento -

ni habrá albores que brinden esperanza

a tus débiles risas;

            - ya no ríes -.

 

Ayer sentiste hambre;

hoy ya, pedazo inerte,

ni añor ni odio a sentir te atreves.

Ayer chupaste en vano algún mendrugo,

hoy te chupan gusanos

           mientras duermes.


Hablar.

“La palabra humana es más que simple vocabulario”. (Freire)

Mama y papá se hablan. A veces mamá se enfada porque papá no la deja terminar de decir lo que tenía pensado. Otros días es papá quien se enoja.

Los domingos, cuando comemos muchos juntos porque vienen mis primos, todos hablan. Hablamos incluso cuando estamos comiendo. Hay veces en que solo habla uno, y se pone muy serio. Pero hay días que parece que todos hablan al mismo tiempo y yo, que tengo pocos años, no me entero muy bien. Son cosas de mayores que tan pronto quieren estar callados como tienen de golpe todos algo que decir.

Esos domingos son fantásticos porque juego con mis primos y nos ponemos de acuerdo para hacer muchas cosas. A veces discutimos pero siempre terminamos felices. De cuando en cuando nos inventamos juegos. Algunos de nuestros juegos inventados no les gustan a los mayores, como cuando escondimos al pequeño Gabriel en un armario y nadie lo encontraba.

También me gusta mucho ver la tele. Mis padres dicen que me gusta demasiado y por eso solo me permiten un ratito diario. Prefiero los dibujos porque, si los capítulos son cortitos, puedo ver más de uno. Mis padres ven la tele por la noche. A veces tampoco están de acuerdo. A mi madre le gustan las películas con un poco de historia,  que parezcan verdad. Mi padre prefiere las de mucha tensión aunque algunas dan un poco de miedo. Mis hermanos siempre querrían ver otra cosa: programas de cantantes o series.

Se supone que a esa hora yo ya estoy en la cama. Pero a veces me quedo o me vuelvo a venir porque no tengo sueño. Me riñen y quieren convencerme de que debo dormir. Ahora ya casi estoy durmiendo, pero no tengo sueño y me entretengo pensando en mis cosas.

Mañana iré al colegio.

En mi vida he visto hablar a mucha gente. Y sin embargo creo que nunca jamás he visto a nadie hacerlo con una mano en alto. Mi mamá no lo hace, ni papá, ni los tíos, tampoco mis hermanos. Nunca la levantamos ni mis primos ni yo cuando estamos a lo nuestro. No he visto levantar la mano a ningún mayor cuando hablan entre ellos ni para hablar conmigo. 

Mañana en el colegio levantaré la mano. Extenderé todo el brazo para que vean que quiero decir algo importante, y en cuanto sea mi turno preguntaré por qué, en esto del hablar, la escuela es tan distinta de la vida.

¡Buenas noches!

Duelo.

"Mejor es la comida de legumbres donde hay amor,
que de buey engordado donde hay odio" (Proverbios 15:17)

Acaba de llegar.

El viaje ha sido largo y espera resolverlo todo en unos días. Lo dudó mucho, pero allí estaba por fin, con gabardina gris, la de las ocasiones. Cargaba una breve maleta, tan liviana, que ni se deslizaba con las ruedas ni levantaba del suelo. Levitaba justo en la línea en la que el suelo deja de serlo.

Reconocía la estación, aunque la miraba con extrañeza. La habían remozado, pero eran los mismos pasillos que recorrió mil veces cuando iba y venía desde el pueblo. Sus carreras se fueron distanciando hasta que ya solo fue. Ahora volvía. No sabe desde cuándo están esas máquinas expendedoras que le ponen nervioso. El siempre compraba el billete en las taquillas. La mujer, casi vieja, lo conocía y sabía exactamente qué billete quería. Luego, en los últimos tiempos, cambió la taquillera y le daba el billete una joven vestida de azafata de vuelo. Se sorprende absorto frente a una de esas máquinas tan poco femeninas. Mira sin leerlas las letras grabadas. “Tickets”. No recuerda tampoco cuando dejó de comprar un billete para comprar un ticket. ¡Tantas cosas han cambiado!

Camina.

Han puesto bancos nuevos y papeleras. Debe de hacer poco tiempo porque están de buen uso, aunque parecen frágiles. No soportarían sus tardes de domingo en la estación. En los viejos bancos de madera fumó su primer pitillo, medio a escondidas. Y sin embargo quería que todos supieran que fumaba. Había aprendido pronto a tragar el humo. Algunos se atascaban. Su hermano por ejemplo; tuvo que enseñarlo muchas veces y pensó que era un desperdicio de tabaco. Discutían. Le parece verlo, y verse. Sentados en el banco de madera con cuatro o cinco tipos más, fumando un cigarro colectivo y silbando a las chicas. Fueron los últimos años en que anduvieron juntos.

En verano les gustaba especialmente el banco del andén, el que miraba hacia los trenes.

Las chicas se dejaban silbar. Pero nunca miraban en el momento justo. Siempre tenían que dar dos o tres pasos más y, cuando ya parecía que se marchaban, volvían la cabeza. Las había descaradas, que volvían la cabeza entera y miraban abiertamente a todo el grupo. Las había que incluso les hablaban. Otras eran discretas y  miraban tan solo de reojo. Algunas querían mirar y lo hacían fingiendo que  buscaban otra cosa con los ojos.

Se ha quedado solo en la estación con los recuerdos. No quiere despistarse. Ha vuelto con un plan que cerrará cuanto antes.

Se apresura a la calle y recorre en silencio la avenida. Levanta la maleta para ir más rápido. Reservó una habitación en la pensión. Le mandó un telegrama para que lo esperara allí. No sabe si lo hará de buen grado. Ha pasado una eternidad desde aquellas tardes de humo de cigarro en la estación. Un montón más de tardes que han ido amontonando la distancia. Y nunca la distancia es el olvido. Cuando el alma está lejos o te crece el rencor o te crece la pena. Ahora, de repente, sentía rencor y pena hechos inmensos. Pero tenía que hacerlo. Tenía que volver y resolverlo todo. Había jurado por la memoria de su madre que lo haría.  

Ha llegado.

La pensión aparece tal como la recuerda. La fachada más vieja, desconchada, pero las mismas letras grandes, amarillas, pintadas y vueltas a pintar sin repasar el fondo. La puerta de madera. Una hoja entreabierta que al abrir por completo hace sonar una campana con ruido de cencerro. Y aparece la Paca para hacer los honores a su huésped.

¿Será la Paca todavía la dueña de la fonda?

Empuja y se sorprende del silencio. No suena el ruido tosco de la esquila. En su lugar, un “din-don” eléctrico,  como de teléfono viejo y alejado, y después un muchacho. Es joven. Le sienta bien el traje, sobre todo el chaleco entallado. Le pregunta quién es y al oír la respuesta agarra un sobre del mostrador de mármol. Se lo entrega solemne y le dice que lo siente.

¿Que siente qué?

Lo abre quedamente, como si no quisiera dejar ninguna huella de que estuvo cerrado. La tarjeta firmada solventa los asuntos que él vino a resolver: “No esperes a tu hermano. Partió hace unos años. Aún lloramos la pérdida. Manuela”. No la conoce a ella. Sabe que se casó pero ya no se hablaban por entonces.

Y ahora … ¿debe llorar? No sabe.

Quizá es mejor así. Se acaban los rencores y las penas. Sabe que no será fácil olvidar; y habría sido difícil enfrentarse a su hermano. No tiene ahora que explicarle como fueron las cosas y, … ya no necesitaba nada que él pudiera darle.

Adiós Adolfo.

"Sin su ayuda, España no habría volado nunca ni tan alto ni tan lejos"     Adolfo Suárez Illana,  respecto de su padre, Adolfo Suárez González, el 21 de marzo de 2014

 

Cierto.

Lo reconoce alguien que, cuando el padre irrumpía en el gobierno preconstitucional, apenas contaba con ocho años de edad, que fueron algo más de diez en el momento en que se inauguró, con una mezcla de sabores y temores, el periodo constitucional que hoy disfrutamos.

Pero no es su intención hoy cuestionar las palabras del hijo, ni discutir los hechos a la historia que hoy cuentan periódicos y televisiones.

Quien escribe celebró aquellos tiempos sobre todo en el discreto contexto de su casa, y en el obligado espacio de su escuela. De ambos recuerda a un puñado de hombres y mujeres sin cuya ayuda, silenciosa y simultánea, tampoco España habría volado ni tan alto, ni tan lejos. Personas acostumbradas a vivir en privado sus ideas al tiempo que anhelaban la restauración de un régimen que había sido derrocado por un alzamiento militar, una guerra civil y muchos años de silencio. Hombres y mujeres que habían llorado con sordina sus ausencias y a sus muertos. Ciudadanos que trabajaban por un bienestar material que la historia les negaba, mientras veían como por una rendija inevitable, el extranjero como el lugar donde habitan los ricos.

Quien escribe ha oído de aquí y de allá que todo, en aquellos años en los que España levantaba el vuelo, inspiraba temor. Que se vivieron con miedo cotidiano a que el vuelo no aterrizara en el lugar deseado, a que las alas no sustentaran el peso, a que cada uno quisiera volar por si mismo, a que fuera una trampa o a que volviera el miedo. Y con una disciplina no sé si aprendida, genética, o autoimpuesta, empujaron y acompañaron el despegue. Votaron. Opinaron y hablaron. Trabajaron. Educaron. Convivieron. Soñaron. Hicieron suya una hoja de ruta que no hubieran escrito pero que asumían como la mejor posible y como la de todos.

Todos esos hombres y mujeres que no dejaron que el miedo se convirtiera en pánico fueron igualmente imprescindibles para que España llegara tan lejos y tan alto.

Hoy, cuando despedimos a Adolfo sin negarle el honor y el respeto que le otorga la historia, quien escribe comparte su homenaje por igual con un buen hombre que se ha ido y con todos los otros hombres buenos sin cuya ayuda, desde el anonimato, España no habría volado nunca ni tan alto ni tan lejos.

Dos pares de días.

Dos pares de días.

 

Andrea, Carmina, Lola, Mª Carmen M., Mª Carmen S., Mª Luisa, Nohemí y Yolanda (y l@s que esta vez no vinisteis)


Cuatro días con ellas son muchos gigas de alegría que dura todo el año.

Acabo de llegar de mis últimos cuatro días con ellas, y aunque las muchas fotos dormirán archivadas, no necesitaré verlas para pintar una sonrisa. Ahora mismo lo hago al limpiar los zapatos que han caminado todos los kilómetros de una ciudad de Europa que caben en dos pares de días.  Recuerdo que empezando el viaje  una perdió un zapato mientras siete reíamos a carcajadas a unos metros de las cintas del aeropuerto donde se descalzó. Apenas había amanecido el día primero. Otros, viajeros anónimos, se unieron al jolgorio al verla caminar con una bota puesta y exhibiendo la otra cual trofeo recién recuperado entre vigilantes, maletas y bullicio.

He visto a alguna de ellas conseguir y ofrecer audio guías que luego nadie escucha.  Pero volverá a hacerlo en el próximo encuentro sin poner como precio el tiempo o el desvelo de que lleguen a tiempo. Y la he visto también, en el primer desayuno colectivo, ofrecer para todas el aceite de oliva que se trajo del pueblo o el café “de verdad” que gana al del hotel por goleada.

Apunta otra sonrisa cuando veo a dos de ellas (dicen que las formales) vestidas de improvisadas holandesas, encima de unos zuecos de gigante y entre cincuenta guiris comprando souvenirs. Y como no las vemos, porque estamos dispersas en unos metros de tienda de recuerdos, piden grabar un video y lo envían de inmediato a las cinco restantes que inundan el espacio de carcajadas claras y abandonan así a la búsqueda del imán más barato, la postal menos vista, o el detalle más nuevo.

Se me asoma otra mueca al ver perdida a alguna y enfadadas a todas, la ausente y las presentes, por perder aunque sea por momentos, la armonía del conjunto. Más nadie dice nada en el reencuentro y la normalidad, con cerveza o café, conforma el grupo nuevamente. O cuando una camina con determinación y templanza de líder un puñado de pasos y minutos, para reconocer después, al cabo de dar vueltas a unas cuantas esquinas, que hay que mirar el plano con detalle para alcanzar la meta por el itinerario más preciso.

También las vi comprar tras muchas dudas, para siempre encontrar después lo mismo más barato o más bonito. O a la inversa, no comprar por si acaso, y volver, en el último respiro del día cuatro, a buscar las postales que tanto les gustaron el día dos. Y correr, como dicen en los telediarios que en enero se entra en las rebajas, para llegar al baño imprescindible antes que nadie, después de haber andado todo el día sin acordarse de su existencia.

Y las he visto juntas llegar tarde al museo.  O comer siete veces un día y ninguna al siguiente. Planear en el viaje de vuelta la próxima inyección de simpatía. Y recordar a otros que pudieron venir pero no se atrevieron. Las he visto y oído comentar batallas de otros años, y planear con denuedo el día siguiente para nunca cumplirlo.

He aprendido con ellas los libros que inspiraron las ciudades y las películas a las que han servido de escenario. Me han contado, aunque saben que no los almaceno en mi memoria, los famosos vinculados a Amsterdam, los reyes y sus líos, y las celebrities  que renegaron de una tierra por otra. 

Las veo ahora mismo, mientras guardo mis botas,  emitiendo más risas que bostezos.  Y apenas treinta horas después de acabar la aventura de dos pares de días, ya las echo de menos.

Infancia

Homenaje a mi madre.

“No podían tener hijos. El médico se lo había dicho solemnemente a María, casi ordenándole con ello suspender la boda. El matrimonio estaba consagrado a la pocreación y, si no iba a ser posible, debería hacer un ejercicio radical de honestidad y confesárselo a Andrés. Él decidiría si a pesar de todo, como por caridad cristiana, asumía un matrimonio vacio o ponía punto final a ese capítulo de su historia.”

 

Con este pensamiento recorría Maria mentalmente la casa, ahora vacía, pero que había visto llena de colores y sonidos diferentes.

Estaba en el portal, sentada en la vieja mecedora que heredó de su suegra, y desde allí, veía el primer tramo de la escalera que daba al piso alto. Al principio arriba solo estuvieron los dormitorios y unas cámaras, pero cuando arreglaron la casa hicieron una vivienda completa arriba. El salón, la cocina y su dormitorio daban a la calle. Podría vivir solo con eso, pero años atrás necesitaron otras tres alcobas. La de las chicas era la más grande, con tres camas y un enorme armario. Los chicos habían dormido siempre en la pequeña. Todavía la llena la litera de segunda mano que les regalaron al cumplir diez años. Además estaba la de los abuelos que, cuando ya no estuvieron, se convirtió en dormitorio de invitados, cuarto de plancha y a veces biblioteca.

Nunca supo María porqué Andrés quiso comprar una casa tan grande. Ella había hecho caso al doctor y, aunque apenas pudo contener su alegría cuando el siguió queriendo casarse, pensó que era suficiente con un hogar pequeño o incluso con un par de habitaciones en casa de sus padres. Y sin embargo Andrés se había empeñado desde el principio en comprar la casa grande, y en arreglarla. ¡Y la habían llenado de hijos!

Veía también, entre vaivén y vaivén de la vieja mecedora, la puerta del patio. Era de tierra cuando se mudaron. Después pusieron algo de cemento y por ultimo unas baldosas. Seguía firme la parra que en verano daba sombra y en otoño un montón de hojas viejas y de trabajo. Los niños habían jugado mucho en ese patio. A veces los juegos eran ruidosos o terminaban en peleas. Otras veces, en tardes de verano sobre todo, habían celebrado allí largas partidas de parchís o de dominó. Allí, en una noche de verano le habló su hija mayor de su primer amor, y la segunda, su voluntad de marchar al extranjero. 

Al fondo del patio había un pequeño trastero. No alcanzaba a verlo desde allí, pero no le hacía falta, porque lo conocía punto por punto. Sabía donde estaba la vieja cuna, y las cajas con libros de la escuela. Le parecía ver en un rincón la escopeta de caza que Andres dejó cargada un día y no volvió a coger. Siempre habían tenido intención de arreglar el trastero. Querían ponerle una chimenea y unos poyetes y usarlo en comidas familiares o para fiestas. Pero Andrés se había quedado dormido una mañana para siempre, y ella había decidido no cambiar nada. Los chicos, de visita cada año, insistían en hacer la cocina, pero el tiempo de verano pasa pronto y siempre deja planes aplazados hasta el próximo.

La calle había cambiado poco. La contemplaba desde su mecedora a través de una rendija minima en la puerta entreabierta. El asfalto había sustituido a la tierra en el suelo. Las fachadas se habían arreglado a medida que los vecinos habían ido envejeciendo. Pero en el fondo casi nada había cambiado. La vieja bodega de enfrente seguía encalándose cada septiembre, antes de vendimia. Detrás de nuevas fachadas de ladrillo rojo o de cemento de colores, las mismas gentes que habían convivido en el pasado, se vigilaban silenciosas por las rendijas de las puertas o a traves de visillos casi inmóviles.

Claudio Ramón Berzosa.

Otro fragmento del "La Balada del Abuelo Palancas" en el que Félix Grande, deja cuenta de la antipedagogía que no hemos acabado de erradicar.

Mi padre tenía toda la razón de este mundo: aquel profesor era un borde. Peor aún: era un borde ilustrado, que es una variedad de bordes civilizadamente abominables. Aquel borde ilustrado acaso no desconociese la historia de un padre nauseabundo, de nacionalidad suiza y llamado Guillermo Tell, de quien es fama que, en vez de disparar contra el gobernador Gessler o cualquier otro enemigo germánico, prefirió obedecer a un despota y de un flechazo taladró a una inocente manzana situada a unos centímetros de distancia de los ojos despavoridos de su propio hijo. Émulo de aquel miserable, el profesor de Cultura General denominado Claudio Ramón Berzosa tenía la costumbre de exigir a menudo en clase que sus estudiantes callasen hasta parecer muertos, y así, con el pretexto de enseñar la asignatura del amor al silencio, ejercitaba su poder, su sadismo y su puntería sobre una sociedad de veinte o treinta siervos de siete a diez años de edad: cuando alguno de sus aprendices de esclavo se atrevía a desobedecerlo susurrando alguna palabra hacia su compañero de pupitre, Claudio Tell de La Mancha enviaba con fuerza su puntero de madera de chopo hacia la frente del insubordinado. Aquella tarde el insubordinado fue el hijo de mi abuelo Palancas. El abuelo escuchó pacientemente la exposición de los hechos, puso en la boca de su hijo otro caramelo de malvavisco cuando el desconchado había acabado su relato y le dijo que mañana lo acompañaría a la clase, lo que a mi padre le hizo intuir que al día siguiente tendría la dicha de acudir a un acto de reparación conforme a derecho, es decir, que resplandecería la venganza.

La Balada del Abuelo Palancas.

Anoche, al filo de hoy, leía en horizontal este fragmento.  Me parecía un retrato formidable de un caracter real y una época. Me hacía reflexionar sobre los rasgos del carácter, lo que tienen de innatos y su acomodación al tiempo y al lugar en el que se hacen persona. Hoy os lo dejo a modo de despedida de uno que era Grande por nombre y por esencia.

Hasta la abuela Anselma, que para entonces tenía ya un genio de los mil demonios y que apenas abría la boca para otra cosa que no fuera provocar sarpullidos de irritación, y que odiaba a su nuera por haberle arrebatado a su hijo con Dios sabría qué malas artes; hasta la abuela Anselma, que desde que empezó la guerra había acogido con todas las potencias de su conturbación la costumbre de combatir con vino el terror a que sus dos hijos pudieran ser despedazados por una bomba,  que cuando acabó la guerra no renunció a la costumbre de empinar el codo, aunque, para desgracia de quienes con ella convivían, desconocía el arte de beber y convertía su torpeza en recelo y resentimiento, y transformaba el vino en efusiones de mal genio, y resolvía su ofuscación en deducciones ofensivas, en acusaciones descabelladas y en blasfemias incandescentes; hasta aquella mujer que llevaba malamente sus relaciones con el recuerdo de la guerra civil, con la posguerra testaruda, con su propia edad, que ya había consumido los placeres de un mundo que ya no le prometía otra cosa que decadencia, con un hígado que no tenía resistencia ni conocimiento, con sus vecinas, con su nuera, con el destino y con la vida y el Universo en general ... hasta la abuela Anselma se acercaba despacio al territorio ajeno y en penumbra en donde estaba la cuna de mi hermano Julio y lo miraba con un embeleso reprimido y remoto, y así permanecía navegando absorta en el océano de sus antiguas conformidades maternales ...

Indeseable.

No me deja pasar el guardia.
He traspasado el límite de edad.
Provengo de un país que ya no existe.
Mis papeles no están en orden.
Me falta un sello.
Necesito otra firma.
No hablo el idioma.
No tengo cuenta en el banco.
Reprobé el examen de admisión.
Cancelaron mi puesto en la gran fábrica.
Me desemplearon hoy y para siempre.
Carezco por completo de influencias.
Llevo aquí en este mundo largo tiempo.
Y nuestros amos dicen que ya es hora
de callarme y hundirme en la basura.

De José Emilio Pacheco en el día de su adiós.

Nohemerías

Cuando se cumplen 51 años y un día del adiós de Ramón Gómez de la Serna dejadme, como homenaje, compartir algunas "nohemerías" que rescato de un rasgado cuaderno de ejercicios.

 

Abanicarse es cumplir de buen grado una condena perpetua. 

Abedul, especie de pájaros que se alimentan de postres lácteos, especialmente flanes.

Decir disparates es como disparar con esa bebida inglesa.

El botijo es un gordo que vomita fresco.

El primer goloso fue un oso que celebró un gol tomando dulces.

El ventilador es el hermano evolucionado de los molinos manchegos.

El verano es el infierno en pequeñas dosis.

“Gracias a tu distanciamiento estamos más cerca que nunca.”

La cerveza es pan bebible para compartir.La mesa camilla nos permite echar un sueñecillo en familia.

La pereza se produce cuando todas las neuronas están en estado de emergencia.La siesta es a las personas lo que el cargador al móvil.

Las moscas existen para garantizar que no perdemos el sentido en las tardes de verano.

Las vacaciones son un espejismo en el desierto de la vida.

Los mosquitos son alfileres traicioneros.

Merodear es vagar por el fondo del mar con fines cariñosos.

Se han puesto de moda los cursos de Poncio Pilates.

Se llama mentecata a la mujer que a fuerza de degustar su propia mente se queda sin ella.

Tartamudear es quedarse sin palabras por ser demasiado goloso.

Ultratumba es el último grito en ataúdes.

Un Gin – Tonic sustituye a una sesión de Gimnasia Vigorizante.

Un tendedero es un tendero tartamudo.

Vaporizar es hacer tirabuzones a cualquier gas.

Zozobra todo aquello que, en Andalucía, tenéis en demasía.

Mis deseos.

Mis deseos.

Derroche.

 "España es un país de derroche" Juan Roig, presidente de Mercadona en 2012

Acabo de ser consciente.

Lo intuía cuando escuchaba a un grupo de tertulianos sin habilidades para el debate atribuir todos los males de nuestros días a las políticas de derroche que nos precedieron.

Recurrí al diccionario.

Es lo justo cuando se duda sobre la distancia que media entre lo que se dice, lo que se cree que se quiere decir y lo que se entiende.

Derrochar, cuando se refiere a una persona, es la acción por la que esta malgasta su dinero o hacienda, y por extensión, puede referirse a otros bienes sean materiales o no. De ahí la segunda acepción, según a cual derrochar implica que alguien emplee excesivamente las cosas que posee, como el valor, las energías o el humor.

Pues hablemos, entonces,  de lo que yo malgasto; de lo que gasto en cosas malas o inútiles.

Desde la comodidad del sofá en que escribo puedo afirmar que derrocho vivienda, porque tengo más de la que necesito. Me bastaría con una habitación en que tener mis libros, papeles, una mesa y una cama, una fuente de calor para el invierno y algo de mobiliario para el orden.  Sin embargo tengo una casa con patios y más dormitorios de los que uso. Un derroche de espacio cuestionable en tiempo de crisis y austeridad. Y dentro de mi casa derrocho en comodidad. No me arreglo con un plato y un vaso y tengo varios. Ni con un poco de leña para calentarme y enciendo y apago la calefacción a conveniencia.

Derrocho en cuidado personal. Bastaría con ir limpia y aseada y yo me pongo cremas y perfumes y combino vestidos con zapatos y lazos. Guardo más de los que necesito y aunque no repongo cada temporada, sucumbo a una tarde de compras de cuando en cuando. 

Derrocho en medicinas y me tomo un calmante cada vez que el dolor asoma por mi casa. Podría soportarlo con mayor entereza o haberme acostumbrado a la jaqueca o a los dolores periódicos de vientre. Pero tomo calmantes con la esperanza de que alivien la pena aunque sé con certeza que no sanan.

Fijaos si derrocho, que hasta tengo un montón de lápices de colores cuando para poner palabras por escrito basta con un papel y un lapiz negro. Igual es ya derroche el querer escribirlas cuando pensarlas sea solo suficiente.

Pues si, me acuso de derroche y despilfarro. No parece imprescindible continuar la lista para probarlo.

Me impongo el veredicto: me acuso, además del derroche, de desear y hacer esfuerzos porque derrochen otros.

PORSCHE.

"Cuando las crónicas dicen que los ricos son cada vez más ricos y los  pobres más pobres".


... El semáforo rojo.

                  El semáforo verde.

 

Los coches paran y yo finalmente cruzo la avenida. No he mirado el reloj. Unos minutos de intervalo lumínico parecen eternidades para las tareas que guardo en mi cabeza. La sorpresa.

Imprevisible.

Nunca había visto un coche como el que quedó a mi diestra en el paso de cebra de cada medio día. Negro, limpio e imponente.

Giro a la derecha, caminando ya sobre la acera. Vuelvo la cabeza en un movimiento reflejo para poner nombre a la visión automovilística que me ha sacado de un mundo mentalmente estresado. Increíble para un simple transeúnte en hora del almuerzo en periodo de crisis.

PORSCHE.

Lo declaran las letras de brillo platino sobre el negro metálico de la carrocería. No alcanzo a ver más. Ni número, ni nombre del modelo, ni matrícula…

El coche arranca con un estruendo silencioso que lo lleva tan lejos de mi vista como lejos está de mis posibles.

Lo extraño. Un espejismo o una ilusión mental. ¿Era el mendigo del parque el que subía al auto aprovechando el tiempo en rojo? ¿Qué puede hacer un vagabundo crónico en ese auto?

Extraño contraste: rico coche y pobre pasajero.

Prosigo mi caminar. Las facturas pendientes vuelven a ocupar su lugar en mi mente. El sentido de la marcha me aleja del portento.

Cien metros recorridos para olvidar el auto y el mendigo. Parada de autobús. La cotidiana. Calculo unos minutos para que llegue el mío. Espero bajo la marquesina. Mínima protección bajo su sombra.

“El tres. Llega enseguida”. Dice el panel eternamente en pruebas. Suspiro. Sustracción mínima al tiempo de descanso entre jornadas de mañana y de tarde. Comeré algo sencillo. Descansaré más rato.

¡Dios! ¡El mismo coche! CAYMAN dice en letra pequeña y plateada.

Se acerca por mi izquierda. No vuela ahora tras descargar un bulto. Pasea reclamando los ojos de todos sobre el brillo del precio que no dice. Pausada monotonía que permite dibujar en mis ojos figuras de sus llantas.

Efecto hipnótico.

El cristal de delante no es tintado. El conductor no importa. En el sitio de al lado sorprende una mujer como una estrella. Rubia. No distingo más rasgos. Me basta ver el coche para ver su hermosura y su portento.

Rabia. El portafolios se ha cargado de piedras a juzgar por su peso. El reloj se murió. Me duele la miseria de un contraste que me deja parada. Pensaré en las facturas para avanzar tareas.

¿Y el autobús? ¿No llega?

El Principito.

El Principito.

Mi felicitación de cumpleaños para un buen amigo que, a veces, se olvida de los números.

Si les he contado de todos estos detalles sobre el asteroide B 612 y hasta les he confiado su número, es por consideración a las personas mayores. A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: "¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?". Pero en cambio preguntan: "¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?". Solamente con estos detalles creen conocerle. Si les decimos a las personas mayores: "He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con geranios en las ventanas y palomas en el tejado", jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: "He visto una casa que vale cien mil pesos". Entonces exclaman entusiasmados: "¡Oh, qué preciosa es!".

De tal manera, si les decimos: "La prueba de que el principito ha existido está en que era un muchachito encantador, que reía y quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que se existe", las personas mayores se encogerán de hombros y nos dirán que somos unos niños. Pero si les decimos: "el planeta de donde venía el principito era el asteroide B 612", quedarán convencidas y no se preocuparán de hacer más preguntas. Son así. No hay por qué guardarles rencor. Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores.

Pero nosotros, que sabemos comprender la vida, nos burlamos tranquilamente de los números. A mí me habría gustado más comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Me habría gustado decir:

"Era una vez un principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo…" Para aquellos que comprenden la vida, esto hubiera parecido más real.

Porque no me gusta que mi libro sea tomado a la ligera. Siento tanta pena al contar estos recuerdos. Hace ya seis años que mi amigo se fue con su cordero. Y si intento describirlo aquí es sólo con el fin de no olvidarlo. Es muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo. Y yo puedo llegar a ser como las personas mayores, que sólo se interesan por las cifras. Para evitar esto he comprado una caja de lápices de colores. ¡Es muy duro, a mi edad, ponerse a aprender a dibujar, cuando en toda la vida no se ha hecho otra tentativa que la de una boa abierta y una boa cerrada a la edad de seis años! Ciertamente que yo trataré de hacer retratos lo más parecido posibles, pero no estoy muy seguro de lograrlo. Uno saldrá bien y otro no tiene parecido alguno. En las proporciones me equivoco también un poco. Aquí el principito es demasiado grande y allá es demasiado pequeño. Dudo también sobre el color de su traje. Titubeo sobre esto y lo otro y unas veces sale bien y otras mal. Es posible, en fin, que me equivoque sobre ciertos detalles muy importantes. Pero habrá que perdonármelo ya que mi amigo no me daba nunca muchas explicaciones. Me creía semejante a sí mismo y yo, desgraciadamente, no sé ver un cordero a través de una caja. Es posible que yo sea un poco como las personas mayores. He debido envejecer.

Fragmento del Capítulo IV de "El Principito" (A. de Saint - Exupéry)

“Jodida lluvia”

“La lluvia, esa jodida lluvia que aparece cuando nadie la llama, podría haber roto hoy su costumbre”.

Es uno de los pensamientos que de manera intermitente, casi cíclica, ocupan la mente de Piedad mientras conduce su Renault, blanco y destartalado.

“Cacharrito” lo llama con cariño.

Es cierto que el coche es viejo, aunque tiene más años que kilómetros.

Su marido había insistido en que se llevara el coche nuevo, pero ella se siente más segura con este. No es buena conductora y cualquier error sería menos lamentable en “Cacharrito”. Para ella siempre sería mayor la tristeza de dañar a “Cacharrito”, aunque su marido nunca lo entendería.

Y había optado, no sabe desde cuando, por no dar explicaciones a Daniel.

Había preparado el viaje la tarde anterior.

Esteban y una decisión rápida pero firme justificaban el madrugón y los muchos kilómetros.

Un remoto remordimiento peleaba en el fondo de su ser contra la mentira piadosa que le había servido de excusa ante Dani.

Al fin y al cabo él ni era responsable, ni  podía cambiar el pasado. Y en ese pasado estaba Esteban quien, de repente, había irrumpido de entre la niebla de los años.

Ahora un paso a nivel.

No contaba con tener que atravesar un paso nivel y se había asustado un poco.

La lluvia persistente reducía la visibilidad y, aunque el semáforo estaba verde, la asaltaba la duda de si ello implicaba que podía pasar apretando el acelerador para que durara lo menos posible, o tocando suavemente el freno para ver todos los peligros que la acechaban desde la vía.

Jamás había visto ni oído de nadie cercano que hubiera tenido un accidente en un paso a nivel, pero para ella, era otro de sus particulares fantasmas de la carretera.

Calculaba que le quedaba la mitad del trayecto.

Nunca antes había hecho ese recorrido ella sola.

Desde que se conocieron Daniel asumió la tarea de conducir; ella la de asustarse y asustarle cuando la carretera se tornaba ingrata.

Había mirado todo el recorrido la tarde anterior en el viejo mapa de carreteras que llevaba en el coche. Un tramo de carretera comarcal desde su casa, algunos kilómetros por autovía, y luego la entrada a la ciudad, hasta llegar al hospital.

En breve, calculaba, llegaría a la autovía, y podría relajarse un poco con tal de mantener una velocidad prudente y no salir del carril de la derecha.

Daniel decía que solo los torpes se mantienen en el carril de la derecha, pero a ella le daba seguridad y la seguridad, pensaba, es siempre prioritaria.

Quizá no podría relajarse; la pesada lluvia le caía como plomo y hacía interminable el viaje.

Por primera vez, desde que decidió consigo misma que debía ir al hospital, tenía conciencia del riesgo.

La carretera y la inexperiencia se lo recordaban.

La jodida lluvia venía a enfatizarlo.

Quizá si hubiera hablado con Dani, lo habría entendido.

Quizá él mismo la habría traido.

Lo duda.

O está segura de que al menos lo habría digerido mejor que la mentira que había inventado. Bueno, era un consuelo que él no supiera que era una mentira.

No debía saberlo nunca.

Debía ser contundente consigo misma.

Le había dicho que iba a asistir a un curso que le interesaba mucho.

Si se convencía a si misma de su farsa evitaría dejar cabos sueltos cuando a la vuelta quisiera aparentar normalidad.

Intenta aprovechar el viaje y distraerse imaginando lo que contaría a la vuelta.

Podría contar a todos que había estado en un curso superinteresante; que se habría arrepentido de no ir; la presentación de lo más nuevo en programas para el tratamiento estadístico de datos. Tabulación, cuantiles, dispersión, muestra, frecuencia, variables, … todo le suena y lo dejó olvidado el día de su boda.

Dani no le pidió nunca que lo dejara.

Pero ella sabe que estuvo satisfecho de su cambio.

Ahora todo le suena tan lejos y tan cerca que sería la mejor excusa para su viaje. Algunos ya sabían que quería volver al mundo de los vivos, de los que hacen su vida también fuera del hogar.

¿Sería mejor no hablar a mucha gente del viaje?

La excusa era solo algo entre ella y Dani.

El resto de los próximos la entenderían, pero no era para ellos.

Una única explicación convincente y pocos detalles podrían cerrar el tema.

A su vuelta, habría participado en un curso aburrido donde se presenta como nuevo más de lo mismo; ningún cambio reseñable de lo que años atrás escuchó en la universidad.

Hace años, cuando conoció a Dani, le habló de Esteban, pero después el tiempo se lo había tragado hacia el olvido.

Fue su primer amor, y ahora simplemente le daba miedo resucitarlo de ese letargo.

Su matrimonio iba bien.

Dani era un buen compañero, sin excesos ni pasiones de cine. Agradable, confiado, cumplido, …

Pero Esteban había sido otra cosa y volver a saber de él después de tanto tiempo había despertado sus recuerdos, y quién sabe si podría despertar los celos de Daniel.

Mientras concluye consigo misma, la lluvia ha dejado de caer. Parece un buen auspicio a pesar de que el cielo se mantiene plomizo y amenazante.

Está contenta.

Tiene el final de la aventura preparado.

Ha dejado de llover y está entrando en la autovía. No hay mucho tráfico. Vuelve a alegrarse. Se situará en el carril de la derecha por si acaso.

Quizá debería haber llamado antes a Esteban.

Va a presentarse por sorpresa y puede ser inoportuna. Al fin y al cabo no había sabido de él en tantos años.

¿Y si no quería verla? ¿Y si se había casado? ¿Y si no se acordaba? …

De nuevo el caminar y las hormigas que empiezan a crecer desde el fondo del vientre alimentan sus miedos. Además una amenaza de trueno crece en su cabeza.

Debe tranquilizarse.

Hace rato que dejó de llover. No sabe cuándo. Sí, fue incluso antes de entrar en la autovía. Pero los limpiaparabrisas siguen su ritmo mecánico de lado a lado. Suenan. El ruido, que se ha mantenido constante por kilómetros, se vuelve insoportable. Los apaga.

Debe concentrarse en la conducción pero su inquietud va en aumento a medida que el camino se va acabando.

Las grandes señales azules le confirman la proximidad de su destino.

No era justa con Dani, debía habérselo dicho. Quizá incluso la habría acompañado y le hubiera evitado el suplicio del trayecto.

Sencillamente no había podido; era algo entre Esteban y ella. Una deuda no escrita del pasado. 

Ahora no había marcha atrás.

Facebook tenía la culpa.

Desde que entró en la red había ido recibiendo invitaciones de amigos y conocidos. De algunos de ellos ni se acordaba, pero nunca rechazaba una solicitud de amistad.

Una de sus amigas de adolescencia le había puesto un mensaje el día anterior: “¿Sabes lo de Esteban? Un accidente grave.” 

Más de una vez había esperado ella que Esteban apareciera por facebook en algún momento.

Siempre fue moderno y tenía que ser hábil en eso de las redes sociales.

En alguna ocasión había jugado a buscar en google su nombre y apellidos, pero siempre con poco éxito y menos insistencia.

Lo imaginó exitoso. Ingeniero en empresa de renombre. Conservador. Casado. Feliz. Pudiente. Cómodo, …

¿Por qué iba a acordarse de ella que no fue más que risas de instituto?

Nunca se buscaron.

No quiso el azar tampoco que se encontraran.

Va a abandonar la autovía y decide tomar un café en el primer bar que vea accesible. Le ayudará.

No habría imaginado nunca que Esteban aparecería así, como si de repente, el facebook amistoso y cotilla que estaba descubriendo se transformara en un periódico de sucesos, casi de obituarios.

A partir de ahí no pudo evitar pedir más información y averiguó, discretamente, dónde y cómo estaba.

Ana no había cambiado.

Era la misma amiga de múltiples enlaces capaz de poner a todos al día sobre todos; y en el momento exacto. Siempre dudó si la información iba a buscar a Ana o si era ella quien invertía todo su ser en estar informada.

Daba igual, era a quien recurrir para cualquier evento o para contrastar cualquier indicio de éxito o fracaso entre quienes fueron, hace ya muchos días, compañeros y amigos.

No había tenido tiempo de planearlo mejor, solo de decidirlo.

Iba a verlo. A ella le apetecía y a él no podría hacerle mal.

Ana no sabría nada.

Dani, que siempre había sido una bendición, se convirtió de repente en el problema.

Por eso inventó la excusa perfectamente adecuada a su contexto: un curso para preparar su retorno profesional. Llevaba tiempo planteándoselo.

Había parado el coche frente a una gasolinera con cafetería a la entrada de la ciudad. No le gustó el aspecto de descampado, pero le serviría. Podría preguntar cómo llegar al hospital, y retocarse un poco el maquillaje. 

Aquí también había llovido y bastante, a juzgar por los charcos que tuvo que sortear para llegar del coche a la cafetería.

Pero había dejado de llover.

En los próximos días debería de comprar algún libro nuevo de estadística. Completaría su excusa y cerraría la historia.

Le diría a Dani que se lo habían recomendado en el curso y que quería actualizarse.

Dudó si comprar algún dulce para Dani. No solían hacer regalos fuera de días marcados, pero le apetecía compensarle. Quizá mejor no hacerlo por si la novedad despertaba sospechas. 

En unos momentos que le parecen horas ha tomado el café, comprado unas galletas artesanas y vuelto al coche.

Le han dado instrucciones claras para llegar al hospital, está casi a la vuelta de la esquina.

Todo está controlado menos la lluvia, que ha vuelto a aparecer y amenaza con empaparla en el corto trayecto hasta el coche.

Se apresura, aunque pisa los charcos al dirigirse al coche.

Después arranca velozmente lanzando por los aires una ola de agua de lluvia sucia que no salpica a nadie porque no hay nadie al alcance.

Ve el hospital de lejos.

Se pregunta por qué son todos tan iguales.

No sabe donde aparcar y se entretiene dando una vuelta con su pequeño coche.

La entrada de urgencias siempre está en el lado opuesto a la entrada principal.

Debería entrar por la puerta de visitas.

Aparcaría lo más cerca posible y preguntaría en información.

Siempre hay un mostrador detrás de cualquiera de las entradas de un hospital.

Conduce y observa, con igual atención.

Le resulta difícil encontrar aparcamiento. Ninguno le parece el adecuado por pequeño o por grande, por demasiado próximo o demasiado lejos, …

Duda si quedarse o volver a casa sin más contemplaciones.

No debió iniciar nunca esta locura.

Esteban y Dani. Dani y Esteban. Los dos se lo merecen todo.

¿Pero cómo darle a uno su lugar sin robárselo al otro?

Encuentra, finalmente, una plaza cubierta para su “Cacharrito” y apaga el motor mientras suspira y mira hacia los lados quitándose la sensación de que la siguen.

Después se observa.

El espejo interior solo le muestra que no se ha puesto el rimel y que la lluvia ha dibujado un bucle en el mechón de pelo que se empeñó en alisar.

Nada es tan importante como que ha llegado y que sigue lloviendo.

Un grupo de personas, todas con uniforme blanco, fuman como a escondidas, a media cubierta entre un árbol y una cornisa.

Procurará pasar sin preguntarles y parecer segura.

Apaga la radio. No sabe desde cuándo la lleva encendida ni qué ha oído en ella a lo largo del trayecto.

Se baja y cierra con llave. Su pobre “Cacharrito” no tiene cierre centralizado y comprueba las puertas una a una.

La lluvia ahora cae mansamente y le hace gracia. La siente como acompañándola en una lentitud contradictoria mientras avanza hacia la entrada.

Quiere que la incertidumbre pase pronto, pero teme el momento del reencuentro y camina con pausa, con estilo, con una fortaleza que solo es apariencia.

Quiere disimular, sin conseguirlo, los nervios que se han pegado a ella desde que recuperó a Esteban del olvido.

No entra.

Antes de llegar a la puerta ve avanzar por un lado un coche fúnebre.

Se acabaron sus dudas.

La serena certeza de que lleva lo que queda de Esteban le cae como una losa de granito, tan gris como pesada.

Para qué preguntar si se lo dice el pálpito que siente de repente y la lágrima que rueda, sin permiso, mezclándose en su rostro con la lluvia.

Corre hacia “Cacharrito”.

No era buen presagio iniciar un viaje con esa jodida lluvia que aparece cuando nadie la llama.

Te quiero.

    "¿Y si no te lo hubiera dicho?"

Te quiero.

Te lo he dicho con el viento,
jugueteando como animalillo en la arena
o iracundo como órgano impetuoso;

Te lo he dicho con el sol,
que dora desnudos cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes;

Te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas;

Te lo he dicho con las plantas,
leves criaturas transparentes
que se cubren de rubor repentino;

Te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela un fondo de sombra;
te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.

Pero así no me basta:
más allá de la vida,
quiero decírtelo con la muerte;
más allá del amor,
quiero decírtelo con el olvido.

 

Luis Cernuda. 50 años después de su ausencia.

Metáfora para los tiempos que corren.

No quiere decir nada, pero no aleja de su mente ni el miedo ni la rabia. Higinio ha visto marcharse a muchos huyendo de una guerra segura, aunque ellos decidieron quedarse y coger la cosecha. Les ha oído contar atrocidades de las que nunca creyó capaz ni al peor de los hombres ni al más cruel de los guerreros. Ha estado en mercados vacíos y  ha percibido pánico en el rostro de los que se quedaban. Ahora ha visto también un resplandor lejano en medio de la noche y ha olido en el aire el rescoldo de los campos quemados. Por eso, en medio del silencio, se agacha a recoger su cesta con unos pocos panes y un puñado de frutas y, al levantarse, observa a Domiciana intentando ocultar el dolor que le embarga. Le ha dicho que se marchan por no quedarse solos. No le habló del peligro certero que arrasará sus campos.

Ella está lista. Lleva un pequeño atillo con los imprescindibles. Inician el camino dejando a sus espaldas la casa que crearon con sus manos y los campos que araron. Se oyen ecos de llanto. Avanzan unos pasos en medio del silencio que duele por solemne. Domiciana aprieta la trabajada mano de Higinio y sin mover la vista del camino sentencia con voz clara: “Cuando haya pasado Atila, volveremos a cultivar los campos”.