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“Tengo la vida en un hilo y estoy jugando al yo-yo”.

Evocando un objeto que está conmigo mucho tiempo, y del que no me querría deshacer.

Está deshojado, bueno, deslomado para ser más exactos. Pero ha vuelto a hacerse un hueco en mi mesilla.

Siempre hay un par de libros en mi mesilla de noche, y siempre, o casi siempre, tengo que echarles un vistazo antes de dormir. No puedo escuchar la radio por la noche, porque me desvelo. Pero tampoco puedo conciliar el sueño sin leer al menos un par de páginas aunque muchas veces, al día siguiente, tenga que volver a leerlas para mantener el hilo de la historia. En casa dicen que me ha pasado desde niña, y sin embargo no tengo casi ningún recuerdo de pequeña lectora. Me refiero a pequeña, pequeña. Mis recuerdos de lectora empiezan por aquella edad en que, el libro deslomado del que empecé a hablar, apareció en mi vida.

Debía andar en mis trece o catorce años.

Otro día te hablaré de mi escuela.  Hoy solo te diré que fue la escuela quien me aficionó a leer. Leía con voracidad todo lo que caía en mis manos. Eso sí, siempre leí de noche y en la cama. Puedo presumir de haber dormido con Delibes, con Cela y Gironella,  con Hemingway, y con otros muchos, y  además muchas veces.

No sé como era tu casa. En la mía no había calefacción. El comedor se mantenía cálido gracias a una estufa de leña en la que ardía cualquier cosa que fuera combustible;  las camas con una botella de agua calentada en la misma estufa. Hoy, como en venganza, tengo una bolsa para agua  caliente creada y comprada a propósito para calentar la cama. Rara vez la utilizo. Entonces eran un lujo, se reutilizaban las botellas. La mayoría eran de cristal; cascos retornables de gaseosa que se cerraban con un tapón de porcelana rematado con una arandela de goma y sujeto por unos alambres. Con una de esas y un libro en la mano me iba yo a la cama. No recuerdo haber tenido un oso de peluche ni una muñeca dormilona. La ceremonia del vestido y desvestido la hacíamos apurando las últimas ascuas de la estufa.

Entonces empezaba la magia de la noche, cuando el tiempo pasaba sin sentir. No importaba el peso de las mantas, ni el frío en la punta de los dedos. La nariz marcaba, respingona y casi helada, la distancia entre las letras y yo. Fue entonces cuando descubrí la poesía y apareció en mi vida el libro, que hoy deslomado y amarillento vuelve a estar en mi mesita de noche.

Lo trajo un concurso de poemas que no debí ganar.  Debió haberlo ganado un tío mío. Recuerdo que era breve y que hablaba de un amor que no era el mío. No he vuelto a ver aquel poema, ni me acuerdo de ninguno de sus versos. El premio lo recuerdo, y lo he traído de nuevo a mis noches. “Cuatro poetas de hoy” con su puñado de páginas, llegó a mi vida gracias a la trampa que te estoy confesando. Con ella y en penumbra metí desde esa noche en mi cama a cuatro hombres que me han dado respuesta a muchas cosas. Hierro, Celaya, Hidalgo y Blas de Otero siguen dispuestos a darme más respuestas, y a hacerme las preguntas.

Pasó mi libro muchos años en el letargo de un estante en casa de mis padres. En ocasiones fui a buscar una letra, una dedicatoria o frases para una cita. Recuerdo haber buscado palabras para el primer amor. Y encontrar desamor, y despedidas, y argumentos de lucha y compromiso en momentos cruciales de mi vida. Pero hoy, si me preguntas, no sé porqué está aquí de nuevo.

Tiene las hojas sueltas y parece un milagro que conserven su orden. Están ásperas todas, y amarillas hasta el punto de hacerme dudar si están hechas de papel o de algún barro especial para imprimir. Huele al tiempo pasado. Hay notas en algunos márgenes que evocan una idea, pero raramente la fecha en que fueron dejadas. 

Con ternura lo he abierto hace un momento, y ha vuelto a recordarme que mi vida está “en un hilo y estoy jugando al yo-yó”.

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