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Duelo.

"Mejor es la comida de legumbres donde hay amor,
que de buey engordado donde hay odio" (Proverbios 15:17)

Acaba de llegar.

El viaje ha sido largo y espera resolverlo todo en unos días. Lo dudó mucho, pero allí estaba por fin, con gabardina gris, la de las ocasiones. Cargaba una breve maleta, tan liviana, que ni se deslizaba con las ruedas ni levantaba del suelo. Levitaba justo en la línea en la que el suelo deja de serlo.

Reconocía la estación, aunque la miraba con extrañeza. La habían remozado, pero eran los mismos pasillos que recorrió mil veces cuando iba y venía desde el pueblo. Sus carreras se fueron distanciando hasta que ya solo fue. Ahora volvía. No sabe desde cuándo están esas máquinas expendedoras que le ponen nervioso. El siempre compraba el billete en las taquillas. La mujer, casi vieja, lo conocía y sabía exactamente qué billete quería. Luego, en los últimos tiempos, cambió la taquillera y le daba el billete una joven vestida de azafata de vuelo. Se sorprende absorto frente a una de esas máquinas tan poco femeninas. Mira sin leerlas las letras grabadas. “Tickets”. No recuerda tampoco cuando dejó de comprar un billete para comprar un ticket. ¡Tantas cosas han cambiado!

Camina.

Han puesto bancos nuevos y papeleras. Debe de hacer poco tiempo porque están de buen uso, aunque parecen frágiles. No soportarían sus tardes de domingo en la estación. En los viejos bancos de madera fumó su primer pitillo, medio a escondidas. Y sin embargo quería que todos supieran que fumaba. Había aprendido pronto a tragar el humo. Algunos se atascaban. Su hermano por ejemplo; tuvo que enseñarlo muchas veces y pensó que era un desperdicio de tabaco. Discutían. Le parece verlo, y verse. Sentados en el banco de madera con cuatro o cinco tipos más, fumando un cigarro colectivo y silbando a las chicas. Fueron los últimos años en que anduvieron juntos.

En verano les gustaba especialmente el banco del andén, el que miraba hacia los trenes.

Las chicas se dejaban silbar. Pero nunca miraban en el momento justo. Siempre tenían que dar dos o tres pasos más y, cuando ya parecía que se marchaban, volvían la cabeza. Las había descaradas, que volvían la cabeza entera y miraban abiertamente a todo el grupo. Las había que incluso les hablaban. Otras eran discretas y  miraban tan solo de reojo. Algunas querían mirar y lo hacían fingiendo que  buscaban otra cosa con los ojos.

Se ha quedado solo en la estación con los recuerdos. No quiere despistarse. Ha vuelto con un plan que cerrará cuanto antes.

Se apresura a la calle y recorre en silencio la avenida. Levanta la maleta para ir más rápido. Reservó una habitación en la pensión. Le mandó un telegrama para que lo esperara allí. No sabe si lo hará de buen grado. Ha pasado una eternidad desde aquellas tardes de humo de cigarro en la estación. Un montón más de tardes que han ido amontonando la distancia. Y nunca la distancia es el olvido. Cuando el alma está lejos o te crece el rencor o te crece la pena. Ahora, de repente, sentía rencor y pena hechos inmensos. Pero tenía que hacerlo. Tenía que volver y resolverlo todo. Había jurado por la memoria de su madre que lo haría.  

Ha llegado.

La pensión aparece tal como la recuerda. La fachada más vieja, desconchada, pero las mismas letras grandes, amarillas, pintadas y vueltas a pintar sin repasar el fondo. La puerta de madera. Una hoja entreabierta que al abrir por completo hace sonar una campana con ruido de cencerro. Y aparece la Paca para hacer los honores a su huésped.

¿Será la Paca todavía la dueña de la fonda?

Empuja y se sorprende del silencio. No suena el ruido tosco de la esquila. En su lugar, un “din-don” eléctrico,  como de teléfono viejo y alejado, y después un muchacho. Es joven. Le sienta bien el traje, sobre todo el chaleco entallado. Le pregunta quién es y al oír la respuesta agarra un sobre del mostrador de mármol. Se lo entrega solemne y le dice que lo siente.

¿Que siente qué?

Lo abre quedamente, como si no quisiera dejar ninguna huella de que estuvo cerrado. La tarjeta firmada solventa los asuntos que él vino a resolver: “No esperes a tu hermano. Partió hace unos años. Aún lloramos la pérdida. Manuela”. No la conoce a ella. Sabe que se casó pero ya no se hablaban por entonces.

Y ahora … ¿debe llorar? No sabe.

Quizá es mejor así. Se acaban los rencores y las penas. Sabe que no será fácil olvidar; y habría sido difícil enfrentarse a su hermano. No tiene ahora que explicarle como fueron las cosas y, … ya no necesitaba nada que él pudiera darle.

1 comentario

Mateo -

Me encanta este relato, tierno y profundo.