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Otoño.

Texto escrito el 23 de noviembre de 1997 para participar en un certamen local de narración relacionado con la tolerancia del que resultó ganador.

 

Otoño. Noches frías.

Más frías aún, para quienes en esas noches como también en esos días, se encuentran solos, lejos y diferentes.

Todos, alguna vez, hemos sentido ese frío.

Todos, de cuando en cuando, hemos aumentado el frío de esas noches viendo a los otros como una amenaza, como fantasmas.

I

Andrés temía también a los fantasma de la estación y sin embargo, estaba un viernes más, solo, sentado allí viendo pasar los trenes y deseando al mismo tiempo que el suyo llegara un poco antes que de costumbre. Deseando que el reloj corriera para ayudarle a salir de allí, a alejarse, aunque sólo fuera por unas horas, de una ciudad que no era la suya. Había sobrevivido a otra serie de días en una ciudad que no era la suya, rodeado de gente que no era su gente. Obedeciendo, porque no le quedaba otro remedio, aunque muchas veces, tampoco le quedaban ganas. Y aguantaba, porque tenía que aguantar. Porque la vida seguía aunque no del modo que él quisiera, porque había asumido ir al cuartel, y tenía que resistirlo.

Como otros viernes, se dedicó a observar a los viajeros que iban y venían. También estaba el mendigo de siempre. Sin duda, debía vivir en la estación. A los demás no los conocía y algunos, a fuerza de repetir el mismo horario, le parecían familiares. Cuando la gente se amontona, no puede evitar el parecerse. Deja de ser un poco como es para parecerse un poco más a quienes le rodean, y así nos vamos convirtiendo en nadie. Eso, al menos, pensaba Andrés mientras veía viajeros ir de un lado a otro. Eso, pensaba también, le estaba pasando a él en el cuartel.

Sin embargo, los chicos del cuartel empezaban a parecerle diferentes. No le había hecho falta hablar con todos ellos para irlos agrupando según sus caracteres. A quienes no se atrevía a juzgar así era a sus amigos, pero eran muy pocos. Muchos de estos chicos se mostraban contentos de ser soldados, aunque él sabía que la mayoría, lo decía por parecer más machos, más valientes. A veces decían cosas feas sobre otros, incluso eran crueles entre ellos. Andrés sabía que, casi siempre, ocultaban la misma angustia que él sentía y que escondía también a su manera.

Los que como él, habían salido hoy con su permiso, parecían de repente diferentes. Algunos ya estarían con sus familias, sus amigos o sus novias. Otros, viajando en trenes o autobuses, durmiendo o pensándolo mientras tanto. Él seguía observando a la gente, era una forma diferente de esperar. Había encendido un cigarrillo que fumaba con placer. Empezó a fumar muy pronto, cuando todavía estaba en la escuela y lo hacían en pandilla, escondiéndose en los rincones y en los parques. Todavía no se había planteado dejarlo.

Entre todos los viajeros que iban y venían, uno llamó de repente su atención. Ya había visto muchos inmigrantes. Incluso a su pueblo llegaban en ferias y mercados, africanos, árabes y asiáticos. Este era moro. Así lo habrían llamado en el cuartel. Algunos de sus compañeros habrían hecho chistes o bromas, y todos, aunque con disgusto, las hubieran seguido Otros, incluso, lo hubieran provocado para ver si contestaba o huía atemorizado. Algunos se hubieran sentido más incómodos entonces, pero, sería muy raro que alguien hubiera defendido al moro; era mejor no ganarse antipatías. A Andrés, en realidad le daba igual quien fuera. De vez en cuando le gustaba imaginar de donde venían los viajeros que se encontraba en la estación. Reconstruía mentalmente su vida y parecía conocerlos un poco más. En el fondo le daba igual que fuera moro; que llevara mercancía en su pequeña bolsa o que viajara con o sin documentación. Era un viajero más, recién bajado de un tren y que parecía tener mucha prisa. No estaba seguro si se trataba por llegar a algún sitio o por salir de otro.

II

Musttab acababa de llegar a la ciudad. Bajar del tren le suponía un gran alivio, un nuevo alivio seguido de una, no menos nueva, tensión. Había superado una etapa pero al mismo tiempo temía, infinitamente más, a la que ahora empezaba. Ya no lo detendrían en el tren, pero ¿adónde dirigirse?

Su amigo había sido muy bueno con él, y de una gran ayuda en sus primeros días como extranjero. Después de un poco de descanso todo le parecía un sueño. No parecía el mismo que se escondió en la costa hasta la noche. Ni el mismo que compartió con otros (no se acuerda ni cuantos), un trozo de madera y una noche. No reconoce en sí mismo a aquel que, en la oscuridad del mar, olió sus mismos miedos en sus compañeros. Ni el mismo que nadó los últimos metros. No, han cambiado tantas cosas en tan pocos días que hasta saber quién es le causa confusión.

A veces querría poder volver atrás. ¿Haría lo mismo? ¿Qué cambiaría? En realidad el no tendría grandes ideales. No venía de la cárcel ni huía de persecución alguna. Tenía hambre y al mismo tiempo hastío, y por eso se decidió a intentarlo. Era hambre de otra vida, de otras cosas que sabía que existían y no habían sido nunca suyas, ni de sus padres, ni de sus vecinos. ¿Serían eso ideales? ¿Merecía la pena arriesgarse tanto?

Llevaba documentación falsa y  una dirección anotada en una servilleta de papel. Su amigo, que había saltado el charco unos meses antes, le dijo que allí le ayudarían. Para empezar aceptaría cualquier trabajo, pero en cuanto tuviera la ocasión aceptaría poner las cosas en regla, aunque ganara menos. Ahora, urgía salir de la estación. ¿Hacia dónde? No importaba. Un militar, fumando un cigarrillo le llamó la atención. ¡Cómo deseaba él tener un cigarrillo entre los dedos!

En realidad no tenía prisas. Sí le habían entrado ganas de correr cuando, en el tren, medio adormilado, y ocupando un asiento que no era el suyo se había sentido poco grato. El último asiento del vagón en ocuparse fue el que estaba justo a su lado. La joven que por fin no tuvo más remedio que ocuparlo, estuvo rígida todo el tiempo y ocupando solamente la mitad del sillón; curiosamente la mitad más lejana a él. Después, cuando ella se bajó, su trayecto era corto, un anciano lo miró con extrañeza, quizá por su color, y siguió buscando asiento en el siguiente vagón. Más tarde, un niño que viajaba con sus padres se negó a sentarse a su lado. Por no forzarlo, los padres viajaron con el pequeño entre  los brazos mientras el asiento, con sólo un pasillo en medio, seguía vacío. Hubiera sido Musttab quien se hubiera bajado del tren entonces sin dar explicaciones, pero debía llegar a su destino. Su osadía ya no tenía retorno.

Por fin estaba en la estacón y ahora, de repente, le había crecido el miedo de ser sorprendido por uno de esos grupos violentos de los que le había hablado su amigo. La noche y la soledad aumentaban esos miedos. Joseph le había dicho: “Huye. Si te causan problemas, huye, o los tendrás mayores”. Y ese era su dilema. ¿Adónde? Ya estaba huyendo de algún modo, de muchos a quienes ni siquiera conocía.

Podía tomarse un café antes de dejar la estación. Le serviría para aclarar ideas, tranquilizarse y preguntar a algún camarero. Quizá no lo necesitaba, y además, debía prescindir de lujos. Siempre podía preguntar a alguien en la estación por la pensión más próxima, y así no gastaría nada del poco dinero que tenía.

Pero no, no podía pararse a preguntar. Cuando se decidía, se quedaba helado por dentro y entonces ya no podía detenerse. Sentía además que, cuando se acercaba a alguien, viajeros, limpiadoras, vigilantes, … aceleraban el paso mirando para otro sitio. Tampoco ellos podían detenerse. Le evitarían. ¿Se le notaría en la cara el miedo? ¿Llevaba marcas de ser ilegal? ¿Era, otra vez, la oscuridad de su piel? ¿Les disgustaba su aspecto, limpio pero no cuidado? ¿Eran figuraciones suyas? ¿Se estaba volviendo loco?

No preguntaría a nadie. En algún lugar de la estación habría un plano de la ciudad. Caminaría hasta encontrar dónde pasar la noche, y, mañana, de día, volvería a buscar la dirección dónde le ayudarían. Ya se las arreglaría. Ante todo, debía parecer seguro y no despertar sospechas.

Con este pensamiento y su acelerado paso hacia la salida, estuvo a punto de chocar con una limpiadora que, al verle, cruzó aceleradamente de una a otra papelea de la entrada para vaciarlas. Musttab ya había decidido que no necesitaba preguntar a nadie.

III

Otra vez le tocaba el turno de noche. Lo odiaba. Sencillamente lo odiaba y no podía evitar trabajar de mala gana. En casa, por ayudarle, le decían: “Mujer, no te preocupes, incluso hay menos trabajo por la noche. Hay menos gente, luego ensucian menos”. Claro, ellos pueden decirlo, que se quedan tranquilamente en casa, o se van de juerga si les apetece. Ella era la que tenía que recorrer los interminables pasillos de la estación y limpiar los servicios. Nunca se sabía lo que te podías encontrar. Ya había visto jeringuillas, vómitos, y cosas peores. Era ella la que se sorprendía con andenes oscuros y vacíos que de repente se llenaban de gente. Ella era la que tenía que cruzarse en esos mismos pasillos y andenes con gente, a veces muy sospechosa. Porque para María, cualquiera que viaja de noche, o va de un sitio a otro, amparándose en la oscuridad, se convierte automáticamente en sospechoso. No sabría decir sospechoso de qué (ya se lo habían preguntado con burla sus amigas y sus hermanos), pero si a ella le infundían un poco de temor o miedo, era indiscutible que eran sospechosos. Y en una estación, de noche, hay muchos, a pesar de la aparente calma que se aprecia.

Hacían la limpieza por parejas, y aunque eso ayudaba un poco a sobrellevar la noche, no era suficiente. Las compañeras de día eran divertidas, con sus chismes, sus risas y esa alegría o genio, según el caso, que iban esparciendo mientras trabajaban. Pero para las de la noche siempre hablaban menos. Si contaban historias tenían un algo de suspense. Y hasta los chismes estaban marcados con ese tono. Si alguna vez reían, volvían a oír sus risas retumbando en pasillos como si la misma noche les devolviese una alegría que no quería compartir con ellas. Si veían a alguien, de esos considerados sospechosos, se callaban y seguían trabajando con una seriedad y unas prisas de las que ellas mismas se extrañaban. Prefería a las compañeras de día. No le cabía la menor duda. Esta diferencia entre compañeras sería normal si fueran personas diferentes, pero tratándose de las mismas mujeres resultaba algo más extraño, y eso mismo, confirmaba a María que la noche tenía un algo diferente que cambia a las personas, y que, por eso, era mejor trabajar siempre de día.

Con estos pensamientos había terminado de ponerse, malhumorada su uniforme, y estaba empezando su tarea vaciando  las papeleras de la entrada. Acababa de llegar un tren y un montón de viajeros se agolpaba en la entrada para salir de la estación. Nada extraño: ejecutivos, familias, obreros y algún moro de esos que había siempre en la ciudad. Ahora iría a la cantina a encontrarse con su compañera, y con Julio, el camarero. Tomarían un café mientras charlaban y así se enteraría de alguna de las novedades del día. En una media hora estarían juntas recorriendo pasillos hasta el amanecer.

De nuevo la noche le trajo un mal presagio. Casi en la puerta de la cantina se agolpaba una familia de gitanos; con sus montones de bolsas y liotes; con sus niños. No era racista, pero no le gustaba verlos allí, y menos a esas horas. Entró a tomar su café. Mejor no detenerse.

IV

Su mujer y sus hijos se habían quedado en un rincón de la estación, entre los bultos, colchones, mantas, ropas, trastos de guisar, una guitarra, … Era su vida, al menos durante una buena parte del año. No tenía más remedio que aguantarlo. Así había nacido. Así había crecido. Así debía mantener ahora a su familia. Aprovechaban lo que fuera para ganar dinero y poder seguir adelante el resto del año. Lo peor era cuando había que salir al extranjero. Siempre iban juntos. No iba a dejar a la familia mientras tanto. Al y al cabo él era gitano y no le parecía tan mal vivir así, aunque fuera incómodo en ocasiones.

Pensaba todo esto mientras había ido a comprar tabaco. Lo de las máquinas para venderlo era un buen invento. No tenía que hablar con nadie para conseguirlo. No le gustaba dejar sola a su mujer, aunque como hoy iban todos juntos estaba más tranquilo. El tío Francisco era el alma del grupo, en la estación y en el barrio, y se había quedado con ellos. ¿Qué pasaría cuando se muriera el tío Francisco?

Era una estación muy grande. La conocía muy bien, de otros viajes y de sus correrías de niño. Todo el mundo parecía tener prisas. Él no las tenía. Aún faltaban unas dos horas para su tren. Habían venido temprano para comprar el billete. De todas maneras tendrían problemas en el tren, porque querrían ir juntos y no los dejarían. Ya se las arreglarían.

Aprovechó la excusa del tabaco para pasear un poco. Un policía caminaba, de lado a lado de la estación. Esto le inquietaba. Siempre le inquietaba cruzarse con gente en las estaciones, con toda la gente, sobre todo con los vigilantes. Le miraban mal y él se ponía nerviosos, se le notaba que era gitano y no se avergonzaba de ello. Vivía como vivía, pero tampoco le hacía mal a nadie. Tenía sus amigos y su gente y tampoco le gustaba que se metieran con ellos. En el barrio le respetaban y él respetaba a los demás. Pero eso de que un desconocido lo mirara mal no podía soportarlo. Sentía que en el fondo se estaban metiendo con él, y se le despertaba el coraje.

Dejaría de pasear, por si las moscas. Volvería con su familia. Ya tenía el tabaco que buscaba. Suficiente para todo el viaje. Los billetes los guardaba el tío Francisco en el bolsillo interior de la chaqueta. Solo tenían que esperar. Mientras tanto, si se animaban, cantarían algo. Pero no quería molestar. Mejor hablar, haciendo hora, mientras las mujeres cuidan de los niños.

Un mendigo coloca unos cartones en un banco para dormir. Pronto vendrán a despertarle. Se sentía privilegiado. Aunque era gitano, no era como él. 

Sigue haciendo frío.

Los megáfonos anuncian la llegada de un tren, y de pronto, una nueva multitud, apresurada, invade la estación.

Es casi media noche y todos se parecen a sí mismos un poco fantasmales mientras buscan la salida.

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