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Inicio de vacaciones.

 

Creo que escribí este texto en Agosto del 2006, y creo que se publicó también en el especial de Feria de Tomelloso del LANZA del mismo año.

Creo que no hemos superado el miedo, aunque me gustaría que me convenciérais de lo contrario.

 

Hemos construido el monstruo, pero...

 ¿lograremos superar el miedo?

Los extranjeros me habían llamado la atención en el aparcamiento, pero no pensé que iba a dedicar más tiempo a ellos. Toda mi mente estaba concentrada en una única actividad: las merecidas vacaciones que iniciaba, por primera vez en mi vida, en solitario, con la única intención de telefonear, sólo si me lo pedía el cuerpo, a una amiga a quien no había visto durante los últimos diez años.  

Había reservado el vuelo por mi cuenta. Internet se había convertido en un aliado imprescindible, y a pesar de que siempre había tasas que sumar, extras ineludibles no incluidos en el precio inicial, el resultante siempre merecía la pena con respecto a los precios ofrecidos por las agencias a las que me había acercado a preguntar. Dos o tres habían sido suficientes. Años atrás visitaba una por una todas las agencias del pueblo en busca de la mejor oferta; mejor en precio, horarios, extras incluidos,…. Recordaba cuando hace años gestioné mi primer vuelo, entonces por estudios, y tuve que ir a la capital en busca de una agencia de viajes. Definitivamente todos, personas y pueblos habíamos cambiado mucho. Ahora, éramos tantos los que teníamos necesidad de viajar que las agencias de viaje, junto con las de cambio de divisas y las inmobiliarias, parecían ser un negocio seguro a juzgar por la cantidad de nuevas oficinas que se habían abierto.

Había mirado unas rutas por el centro de Europa: Polonia sonaba un poco lejos, Rumania no inspiraba toda la confianza que un viaje en solitario me exigía, Chequia y Hungría eran demasiado desconocidas, nunca había conocido a nadie de estos países en primera persona, Alemania apareció como un destino apetecible. Sí, definitivamente Alemania sería el país elegido. Conservaba un contacto allí de tiempos de estudiante reducido a una felicitación navideña todos los años y alguna carta,  entre felicitación y felicitación, de vez en cuando. Podría quedar unos días con ella y el resto buscar una opción semiorganizada para conocer Alemania.

Así lo hice y todo estaba organizado. Madrid – Berlín a media mañana. Llegada a Berlín tras algo más de tres horas de vuelo para gastar casi dos días de independencia viajera deambulando por la ciudad. Llevaba alguna guía y un montón de información impresa a partir de varias horas de navegación digital. Como siempre, para reducir el volumen, lo había impreso en letra pequeña con escaso margen y el espacio de interlineado reducido al mínimo, nunca sé si por tacañería o por exceso de celo medioambiental. Al tercer día me uniría, durante seis días, a un tour por algunas ciudades. Hamburgo, Nuremberg, Colonia y Rostock eran suficiente iniciación para alguien que las desconoce todas. Para finalizar había reservado dos días más de descanso antes de emprender el regreso. Probablemente en esos dos días visitaría a Stephanie, aunque siempre quedaba la posibilidad de llamarla antes, o de no hacerlo.

Había tomado tiempo suficiente para dejar el coche en el aparcamiento de larga estancia. Llegué con casi tres horas de antelación para mi vuelo.

Todo estaba previsto para no agobiarse. Me puse en la cola para facturar el equipaje no sin antes comprobar que en el neceser reservado como equipaje de mano estaba todo lo imprescindible ante una eventual pérdida de la maleta. Había facturado sin problemas y logrado un asiento de ventanilla. Dudé si dirigirme hacia el embarque ya o comprar un periódico antes y dar una vuelta.

De nuevo los chicos del aparcamiento. Estaban sentados en una de las zonas wi-fi.  Me habían llamado la atención antes, pero ahora, desde la mesa de cafetería donde estaba podía observarlos mejor. ¿Por qué me habían llamado la atención? En una zona tan multicultural como el aeropuerto no era extraño encontrar extranjeros, gente diferente, de cualquier color, o raza o con atuendos y vestimentas sorprendentes.

Eran tres. Uno de ellos podría ser español: cabello moreno, corto, y tez clara. Al verles por primera vez había tomado a los otros dos por marroquíes, pero no, no tenían bigote ni ese aspecto peculiar aunque difícil de definir de los marroquíes. Además había leído y oído muchas veces que los marroquíes viajaban sobre todo por carretera, con los coches cargados hasta los topes y agrupados en una especie de caravana familiar. Quizá fueran pakistaníes aunque llevaban el cabello demasiado corto y arreglado. Probablemente se trataba de rumanos, gitanos rumanos, el color de su piel estaba unos tonos por encima de la media española. Pero sus ropas eran modernas y bien coordinadas, no podían ser rumanos y mucho menos gitanos. Probablemente eran hermanos porque se asemejaban bastante. Uno un poco más alto y más delgado. En realidad era el más alto de los tres. Quizá no eran hermanos y sus rasgos de extranjeros me confundían. Me pasa, como a casi todos, con los chinos, me parecen copias idénticas unos de otros. Era una tontería seguir imaginando. Era evidente que eran extranjeros, de eso no me cabía la menor duda.

Ellos consultaban algo animadamente en su portátil y yo volví a leer mi periódico, más como un premio de relax vacacional que con verdadero interés por la actualidad. Cuando llegué a la última página, sin haber leído las anteriores, apuré el último trago de mi cerveza y decidí acercarme hacia el embarque.

Por precaución y para evitar que nada llamara la atención puse todo lo metálico que llevaba encima en una bandeja del control. Me quité incluso el reloj, los pendientes y el cinturón y vacié mis bolsillos, apenas unas monedas y unas llaves. El móvil y la cámara de fotos iban en el bolso. No tenía por qué haber ningún problema. Sin embargo aquel túnel de plástico y luces empezó a emitir un pitido intermitente. Había olvidado algo que de repente me convertía en sospechosa, pero ante la sorpresa no podía adivinar qué. Dos policías se me acercaron y uno de ellos, de sexo femenino por mi seguridad, aunque me resultara más atractivo el caballero, empezó a cachearme mientras me preguntaba qué llevaba que podría causar tal estruendo. No sabía responder, hasta que el compañero le hizo un gesto indicando mi cabeza. Las gafas de sol en su función de diadema habían podido ser la causa. Volví atrás, las coloqué sobre el túnel misterioso que examina todo, observé durante unos segundos como se perdían detrás de la cortina de plástico negro y volví a pasar bajo el mismo arco cruzando los dedos para que nada volviera a sonar. No sé si fue la ausencia de mis gafas o los dedos cruzados, pero hubo suerte y recogí mis cosas que habían ido quedando arrinconadas a medida que otros viajeros, probablemente menos sospechosos, iban pasando.

Me tomé unos segundos. No estaba dispuesta a que nada perturbara la tranquilidad con que había iniciado mis vacaciones. Respirando hondo y con tranquilidad fui poniéndome el reloj, los pendientes, devolví las monedas las llaves al bolsillo y dudé si conservar las gafas en la cabeza o guardarlas en su estuche en el bolso. Me las colgué en el cuello de la camisa como solución transitoria.

Tenía que buscar la puerta A-45, aunque aún quedaban unos 40 minutos para el embarque. No resultó difícil y encontré unos asientos libres que me permitían, sin estar demasiado cerca, ver cuando se iniciaba el embarque y como se desarrollaba todo en la cola para ello. No tenía intención de estar de pié, esperando mi turno entre viajeros impacientes y oliendo el sobaco a desconocidos. Después de todo, los asientos estaban numerados y nadie iba a ocupar el mío. Tampoco tenía ningún interés en coger periódico al subir al avión.

Saqué mi libro e intenté iniciar un rato de lectura. Había decidido traer “Memorias de una Geisha” en inglés para leerlo con calma. Me había gustado mucho la película y una compañera me lo había regalado para ayudarme a refrescar el idioma que tenía perdido por el desuso y las mil otras cosas que habían ido llenando mis neuronas. Apenas leí dos páginas, pero no lograba concentrarme.

Una jovencita que viajaba sola se sentó a mi lado me distrajo. Sin duda era americana. Lo deduje por el sonido que emitía al masticar el chicle, por su camiseta con una enorme bandera estampada en el pecho y por la botella de Coca – Cola empezada que llevaba en la mano. Además leía una revista en inglés. Sin esas pistas habría dicho que era una estudiante alemana volviendo a casa, pero debía ser americana sin duda.

Una familia japonesa estaba sentada frente a mí. Podrían haber sido chinos, pero les supuse japoneses por la cantidad de aparatos electrónicos que llevaban a la vista: dos cámaras de fotos, una de video, algunos juegos, auriculares y una mini radio. Se habían sentado en una extraña posición dando la espalda a la puerta de embarque. Los dos niños parecían nerviosos o cansados. Tendrían unos seis y ocho años y pedían a su padre cosas en un idioma incomprensible, pero al que éste respondía dándoles objetos para entretenerlos. Primero dio un coche de juguete al mayor y una bolsa de chucherías al pequeño. En unos segundos y alertado por los gritos del primero, recogió el coche y sacó más chucherías a las que siguieron unos juguetes electrónicos que les mantuvieron en silencio durante un rato. La madre acunaba a un bebé y simplemente asentía.

Extraña casualidad, observando a todos descubrí que estaban allí de nuevo los tres amigos extranjeros que parecían haberme seguido desde mi llegada a Barajas. Sería curioso que fuéramos a viajar en el mismo avión después de varias coincidencias por la enorme Terminal 4. Tendría gracia que llegáramos a ocupar asientos contiguos. 

Sin embargo, mas que gracia un nuevo sentimiento de intranquilidad me asaltó. ¿Por qué no estaban los tres juntos haciendo cola o en algunos de los asientos libres? El de aspecto más occidental se había colocado en la fila, posiblemente con intención de embarcar antes. Llevaba el portátil que antes habían compartido. El maletín de nylon negro se delataba como contenedor, sin  duda, del pequeño ordenador. Los otros dos, los extranjeros, se habían sentado por separado. El más alto, cerca de la azafata que recogía tarjetas y revisaba documentación; el otro, apenas a unas butacas de la chica americana. Hablaba por el móvil sin descanso haciendo y recibiendo llamadas breves. Intenté escuchar, quizá se despedía de familiares y amigos o avisaba a otros de su llegada. No entendí ni una palabra. No era español ni inglés y no me pareció francés, aunque  mis conocimientos de este idioma eran prácticamente nulos, pese a haberlo estudiado con buena nota durante tres años. Debía ser algún dialecto árabe u oriental que llegó a incomodarme, no sé si por su origen o por mi desconocimiento.

Volví a mi libro. No me había enterado de nada así que tendría que empezarlo de nuevo por el principio y repetir las dos páginas, pero me tranquilizaría. Después de todo estaba de vacaciones y no iba a permitir que ningún temor injustificado o fobia nueva me las estropeara. El marcador de lectura se me había caído y no quería perderlo. Era un clip de fina lámina de acero inoxidable con un leve grabado cervantino. Había sido un obsequio durante un Congreso y aunque no era mucho su valor, pero formaba parte de mis pequeños tesoros. Me agache a recogerlo y mis ojos saltaron rápidamente del brillo del acero al gris de una mochila. Estaba a los pies del extranjero que seguía hablando precipitadamente por teléfono. Había visto esa mochila antes. En el aparcamiento, cuando los vi por primera vez, estaban metiendo pequeños paquetes en tres mochilas. Había pensado que eran bocadillos, pero … y si no lo eran.

Mi vista y mi mente actuaron rápidamente. El otro moreno tenía una mochila semejante a sus pies, y se disponía a cogerla y ponerse en la fila del embarque que ahora avanzaba con fluidez. El primero, el de aspecto occidental que llevaba el portátil, ya había embarcado, no recuerdo si llevaba otra mochila o no.

¿Por qué, si viajaban juntos, no estaban juntos en la fila? ¿Tenían algún interés en aparentar que no se conocían? ¿Qué habían repartido en las mochilas, que no trajeran colocado de casa? ¿Por qué tanto uso del teléfono justo antes de embarcar?  Yo estaba acostumbrada a viajar y había estado en muchos aeropuertos. No era posible que, de repente, tuviera miedo sin una causa justificada. Había oído en la televisión muchas veces de la importancia de la colaboración ciudadana para evitar desgracias. ¿Debía avisar a la policía?

¿Y si simplemente abandonara la idea de iniciar las vacaciones?

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