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La última feria.

Este texto fue publicado en el número especial de Feria de Tomelloso del periódico Lanza, de hace algunos años.

Tirando solo de la memoria no puedo ser más exacta en la cita.

 

Una vez más el día y ella habían amanecido al mismo tiempo y casi sin pensarlo, se encontró vestida con su túnica de alegres colores,  caminando por el ferial que la había mantenido ocupada hasta hacía apenas unas horas, y en el que aun quedaban, semidormidos, los ecos de la pasada noche.

Siempre le había gustado pasear en pueblos dormidos justo cuando acababa de nacer el día. Se sentía un poco dueña de esa calma y esas primeras luces, y sobre todo, un poco más dueña de si misma. Hoy al hacerlo, recuerda uno de sus primeros caminares  en este mismo pueblo y en esta misma feria años atrás, cuando apenas conocía ni el lenguaje ni a la gente, y solo tenía un hatillo de pulseras de colores que ofrecer a cambio de unas monedas. Y se sonríe al pensar cómo esperaba que esas pocas monedas que ganaba con sus ventas, se fueran multiplicando para poder vivir y ampliar el negocio con ellas. Esperaba ingenuamente que se produjera el milagro de la prosperidad que no había visto producirse en su país. Tampoco aquí se produjo aunque hoy no puede quejarse, tiene un pequeño coche y unos barrotes de hierro con los que cada noche construye su tienda. Y cada noche es feliz como una niña que ordena sus juguetes al disponer su mercancía de múltiples colores como si de un gran escaparate se tratara. Sabe que ésta será su última feria. Se marcha. Su milagro son solo unos pocos ahorros, suficientes para llegar a la playa y trabajar en una tienda con escaparate de verdad. Hace tiempo que se lo propuso un amigo y ahora va a intentarlo.

Caminando parece que se habla a sí misma, y a veces hasta se sonríe. Le gusta recordarse, lo que fue, lo que es hoy. Le gusta imaginar lo que será o lo que hubiera sido en otras circunstancias. Hoy, casi al amanecer, se ve tan diferente…

Tardó mucho en acostumbrarse a todo. Durante mucho tiempo tuvo miedo. Sentía estar casi sola. Temía equivocarse o haberse equivocado ya y no poder remediarlo. Su camino, su escapada, no tenía marcha atrás y tendría que aprender a vivir con su miedo y con su soledad, a reír con ellos. Recuerda sobre todo un sentimiento, la vergüenza que la acompañó durante años. Cada vez que alguien le dirigía la palabra, por ser cortés o  preguntarle un precio, sentía vergüenza y si su piel hubiera sido pálida, todos hubieran visto como se sonrojaban sus mejillas. Le parecía que el suelo se abriría ante sus pies antes que fuera capaz de dar una respuesta adecuada, y si la daba, volvía a sentirse enrojecer ante la duda de haber sido entendida. Sentía vergüenza si alguien la miraba y la veía distinta. Su piel morena, sus grandes ojos y sus labios carnosos que habían sido el orgullo de su padre cuando era niña ahora le pesaban cada vez que unos ojos curiosos se paraban en ella y una voz maliciosa pregonaba, quizá sin maldad, lo “guaponaza” que era la negra que vendía collares en la feria. De nuevo sentía vergüenza y orgullo al mismo tiempo. Pero también se desconcertaba ante la indiferencia, si pasaban junto a ella sin notarla, si no la miraban. Se sonrojaba si algún transeúnte era cortés con ella y se turbaba si no lo era. Cargaba con toda su cortedad cuando extendía el puesto en el suelo, y para disimularlo, tarareaba una canción que aprendió de su madre como si con ello pudiera olvidar la vergüenza que sentía y evocar la normalidad con que su madre cocía unas tortas o bordaba un delantal. Recuerda especialmente lo mal que se sentía cuando en algunas ocasiones, le obligaron a recoger su mercancía y abandonar el mercado o el ferial porque no disponía de algún papel que nunca supo lo que significaba. Su vergüenza aquí no era por la policía que, a pesar de lo incómodo del momento, siempre la trató bien. Tampoco sentía vergüenza por haber cometido algún error del que no era consciente. Lo que en verdad le avergonzaba era convertirse, sin quererlo, en el centro de todas las miradas y sobre todo de la lástima de algunas. Nunca había querido inspirar lástima; tenía suficiente orgullo como para no necesitarla. Quizá no despertaba amor, ni ternura, ni odio, … pero la lástima le parecía un sentimiento innoble, incapaz de producir ningún fruto bueno.

Todos estos recuerdos se le agolpan y le parece reconstruir los momentos a medida que avanza por las calles y se mezcla entre los coches de vendedores aparcados. Cree recordar el lugar donde hizo una buena venta, o donde perdió parte de su mercancía un año que la feria se inauguró con una monumental tormenta. Reconoce algunos de los coches de los vendedores y saluda al perro vagabundo que merodea por entre los desperdicios. “¿Tendrá el perro vergüenza?” – se pregunta y se sonríe al mismo tiempo -  “¿Por qué había de tenerla? ¿Eligió el nacer perro, o vivir suelto, o ser de nadie?” Y de repente el pensamiento, por un momento distraído se vuelve hacia sí misma. “¿Eligió ella ser negra o ser mujer? ¿Eligió ella misma nacer pobre? ¿Es culpable de querer otras cosas que su propio destino le había negado?” No puede ser un crimen querer vivir algo mejor que vivieron sus padres, ni querer que sus hijos, si le llegan, vivan incluso un poco mejor que ella. No debe de ser malo el valor de arriesgarse a vivir sola y lejos, no debe avergonzarse. Por un momento se sorprende a sí misma con un nuevo rubor que nunca antes había sentido, y lo interpreta al instante, siente vergüenza de sentir vergüenza. Sonríe para sí misma al sentirse sorprendida por sus pensamientos y sigue caminando, iniciando el regreso.

Y mientras se pasea y piensa esto, se le crece el orgullo y va luciendo, con más esplendor que nunca, su larga túnica de animados colores que, con el sol que empieza a tomar fuerza en el cielo de Agosto, parecen más vivos y más alegres, un buen presagio para este nuevo día de su última feria.

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